segunda-feira, 24 de dezembro de 2007

Crueldad y derecho a la vida

Las últimas actuaciones judiciales y administrativas contra centros que practicaban abortos ilegales han impulsado la reactivación de investigaciones iniciadas anteriormente por la Guardia Civil y que habían quedado paralizadas. ABC informa hoy de que la Justicia ha reabierto una causa iniciada tras el descubrimiento en 2006, a cargo de la Guardia Civil, de restos humanos correspondientes a doce fetos, varios de los cuales superaban los siete meses de gestación. Lo más grave es que siete de esos fetos habían comenzado a respirar autónomamente antes de su muerte, según reflejaban las autopsias practicadas a los cadáveres. Este dato revela la crueldad que requiere el aborto de fetos avanzados y cómo en muchas ocasiones se está más cerca de una práctica homicida, pues en estos casos un aborto consiste en provocar el parto para facilitar luego la muerte del no nacido, cuyo tamaño no permite su eliminación en el vientre materno.

La tragedia del aborto se escribe de esta manera. No necesita que se le añadan agravaciones ni exageraciones, ni es la descripción de una práctica ilegal del aborto, sino la exposición de hechos objetivos ajenos a que la ley se cumpla de un modo u otro, porque cuando se cumple, también se acaba con la vida del feto a través de estas prácticas abortivas. La constatación forense de que esos siete fetos habían iniciado su respiración autónoma es un motivo más para que los abortistas reflexionen hasta qué punto tiene fundamento esa especie de renovado «derecho de vida y muerte» que, sin enunciarlo con esta crudeza propia del Derecho Romano, parecen atribuir a la mujer sobre el concebido sólo por el vínculo de la maternidad. El carácter dependiente de la vida del nasciturus siempre ha sido considerado en la legislación sancionadora del aborto -incluso cuando no había supuestos despenalizados- para moderar la pena a los autores de la muerte del feto, pero la valoración jurídico-técnica tiene unas bases distintas de la valoración científica y ética. La dependencia del feto respecto de la madre actuaría, en todo caso, como un argumento a favor de una protección cualificada del más indefenso de los seres humanos, que es aquel que se está gestando en el ámbito más seguro que puede proporcionarle la naturaleza. Por otro lado, la relación de dependencia respecto a un tercero no es privativa del feto, sino de cualquier persona que no pueda valerse por sí misma y a la que una mínima desatención o percance puede ocasionarle la muerte, como sucede con tantos ancianos fallecidos en su cama y a los que nadie echa de menos. Es una paradoja que actualmente el Gobierno arrecie con una campaña de publicidad sobre la Ley de Dependencia como un pilar más del Estado de Bienestar y, al mismo tiempo, la más humana de las dependencias sea utilizada como excusa para justificar la privación de una vida. Es más, no serán pocas las familias que reciban ayuda para cuidar a niños con algunas de esas graves taras físicas o psíquicas que, con el Código Penal en la mano, habrían permitido abortarlos. La descripción que el artículo 26 de esa ley hace del más severo de los grados de dependencia -el III- hace muy difícil no preguntarse por las razones por las que la vida dependiente del feto no tiene derecho a ser protegida.

La crispación creciente de los sectores abortistas no es suficiente para ocultar que el aborto es un grave problema moral, social y jurídico, porque la premisa en la que se basa -la negación del derecho del feto a vivir en caso de conflictos con otros «bienes» jurídicos de la madre- es inconciliable con la naturaleza humana del nasciturus desde su concepción. Es necesario que este clima de opinión pública que se está conformando desemboque en un amplio debate sobre la actual ley y, entre tanto, fuerce a las administraciones públicas y a la Fiscalía General del Estado a desarrollar un estricto control de los requisitos previstos para los supuestos de aborto despenalizados. Cada día que pasa son decenas los seres humanos que mueren en España en medio de la pasividad general.

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