Entre las páginas autobiográficas de Nietzsche hay una en la que recuerda lo que era para él la fiesta de Navidad: «Qué espléndido se yergue ante nosotros el abeto, cuya copa decora un ángel, aludiendo al árbol genealógico de Cristo, y cuya corona es el mismo Señor. Qué luminosas brillan las numerosas luces, representando simbólicamente la claridad que ha engendrado en el mundo el nacimiento de Cristo entre los hombres. Y a la raíz del árbol el niño Jesús en la cuna, rodeado por José y María y los pastores que vienen a adorarlo». Esa página queda como un aerolito de la ilusión juvenil; nunca jamás volvió a escribir la palabra Navidad.
¿Tiene sentido hablar de la alegría de estos días y desearnos felicidad sin algo que la fundamente y nos permita obsequiarnos unos a otros, porque un don supremo nos ha agraciado a todos? ¿Es posible celebrar la Navidad en tiempos de increencia y desacato? El silencio de Nietzsche es el anticipo de una extraña tristeza que embarga a muchos en los días navideños. No se atreven a alegrarse. Son demasiado rigurosos y sensatos como para sucumbir a la magia o al folclore, al comercio que todo lo inunda o a la nostalgia de una infancia lejana. Navidad, o debe ser olvidada como una pesadilla o celebrada con aquella lucidez del corazón que se abre a la anchura de todo lo posible y llega hasta donde se extiende la esperanza infinita del hombre.
Tiene capacidad de ahuyentar la tristeza en Navidad quien sea capaz de ir a Belén, lugar concreto de la historia concreta, y a aquella fecha concreta, en la que Dios en Jesús se hizo hermano de los hombres y compañero de camino. El mismo Nietzsche se preguntaba si no era posible transvalorar la Navidad como fiesta del nacimiento, de la infancia, de la maternidad, del calor del hogar. Y se respondía que tales realidades son bellas por sí mismas, merecen el canto y el encanto de todo lo que surge, pero no permiten la alegría absoluta a quien las sabe heridas por el dardo de la muerte y con ella de la melancolía insuperable. ¡Y le hubieran parecido macabras, por ingenuas o insolentes, esas frases de ciertos cristianos que, olvidadizos del misterio que los funda, lo trivializan proclamando que siempre que se enciende una luz, nace un niño o se abre una puerta al hermano, es Navidad!
La cuestión no es saber qué hacemos los hombres en Navidad sino si Dios ha hecho algo por nosotros en una historia que merezca la pena y el gozo recordar, actualizar, cantar y comunicar a los demás. Se celebran los hechos faustos en los que la vida ha dado comienzo, la verdad se ha manifestado salvadora, se ha abierto el horizonte de una esperanza absoluta, se ha vencido el imperio de la muerte y se ha extendido el de la vida. Los cristianos afirman que esto ha tenido lugar en Cristo. Su nacimiento es el hecho histórico por el que el Hijo eterno de Dios, y Dios con él, se encarnó llegando a ser tiempo el que era eterno y a tomar carne de muerte el que era Espíritu y Vida en plenitud. La historia de uno de nosotros era a la vez historia de Dios.
Cuando Hegel en el prólogo de la Fenomenología del espíritu, cuyo centenario celebramos, habla de la «muerte de Dios» no lo hace a la ligera, con una fácil metáfora o por descuido verbal. Él, superando la Ilustración en la medida en que esta había situado la religión como un estrato de la moral y el cristianismo en el orden del positivismo legal, tuvo el coraje de pensar la historia y Dios al mismo tiempo, nuestro destino y el destino de Dios inseparablemente unidos. Más cristianamente que muchos teólogos habló de la historia, del nacimiento, de la conciencia, de la pasión y de la muerte de Dios. Sabía que con ello estaba recogiendo afirmaciones bíblicas fundantes del cristianismo. Para San Pablo, el que existía en condición divina asumió la condición humana; el que estaba en la gloria del Padre sufrió el vilipendio de la cruz, el castigo extremo propio de los esclavos y traidores (Filipenses 2,6-11). Dios había llegado al borde mismo de la existencia humana, compartiéndola y padeciéndola. Hay un morir como acontecimiento que se padece y hay un morir como poder dominador que nos anula. La lengua alemana llama al primero Sterben y al segundo der Tod; en cambio, en español no tenemos dos palabras para diferenciarlos. Dios ha entrado por el desfiladero de la muerte para sufrirla (Sterben) en toda su crudeza amenazadora, pero se ha manifestado superior a ella (Tod). Al asumirla la ha destronado de su imperio universal y ha abierto a los hombres el desfiladero hacia la llanura fecunda de la vida. El nacimiento y la resurrección de Cristo son inseparables y la victoria de la última refluye sobre el primero, convirtiéndolo en el día más glorioso y festivo, porque es el que inicia nuestra liberación.
¿Será posible pensar así de Dios? ¿No estamos anulando las categorías con que el pensamiento humano ha caracterizado a Dios, al describirlo como eterno, impasible, inmortal, trascendente, ajeno a nuestra historia de hombres? Así lo han pensado los filósofos, al identificarlo como Idea, Absoluto, el Uno, el Todo, la Sustancia universal. Los cristianos han partido del Dios personal de la revelación bíblica y lo han comprendido a la luz de la vida, destino y mensaje de Cristo.
Para ellos Dios es el Eterno que por ser tal tiene capacidad de ser hombre y tiene tiempo para nosotros, el Trascendente que por no estar amenazado por ningún otro poder puede ser inmanente a nuestra historia, gozándola y padeciéndola en toda su verdad. Dios es el poder supremo que por tal puede llegar a ser debilidad suprema. Él se nos entrega como poder en debilidad, como omnipotencia suplicante ante el hombre para que le acoja en su tierra, en lugar de presentarse como la omnipotencia imperante o exigente contra él. Eso eran los dioses; nunca el Dios cristiano.
Un estudiante jesuita escribió este dístico que hacía las delicias de Hegel y Hölderlin: «Lo propio del Supremo no es retenerse en lo máximo sino contenerse en lo mínimo». Esa es la humildad metafísica de Dios y ese es el misterio del pesebre en Navidad. El Dios así mínimo, justamente porque es máximo y omnipotente, es el que nos arranca a cantar jubilosos con aquella loca alegría propia de quienes han llegado a la inocencia de la segunda infancia. San Francisco de Asís, Santa Teresa y San Juan de la Cruz nos han dejado las más bellas aleluyas en alborozo puro ante el Dios que viene al hombre para anticiparle la alegría absoluta a la que está destinado.
Pero como todo lo bello y ennoblecedor esto es una oferta a la libertad del hombre: la aceptarán quienes se sepan superiores a su pobreza y se dignifiquen más por lo que pueden recibir de los demás que por lo que puedan hacer por sí mismos. Humildad metafísica que nos eleva a la participación en la majestad de Dios. Ese es el enigma de Belén al que nos conduce la radical exigencia para buscar la verdad y la radical inocencia para encontrarla. Horkheimer hablaba del «anhelo de lo totalmente Otro».
Nuestros poetas han hablado de la sed que nos alumbra para llegar a Belén. «De noche, cuando la sombra/ de todo el mundo se junta/, de noche, cuando el camino/ huele a romero y a juncia/. De noche, iremos de noche/, sin luna iremos sin luna/, que para encontrar la fuente/ solo la sed nos alumbra» (Luis Rosales). En la noche del mundo solo encuentran la fuente quienes tienen sed. El gran escritor Robert Louis Stevenson concluía así su sermón de Navidad en la isla de Samoa (1892): «La cordialidad y la alegría deben preceder a cualquier norma ética: son obligaciones incondicionales».
Olegario González de Cardenal
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