Puede que en el jardín del palacio de Villamanrique hubieran florecido ya unos naranjos legendarios, primos hermanos de la dalia de San Telmo, plantados por la Condesa de París. Y que una luz nueva, anunciadora de cohetes rocieros, inundara el cielo de las palmeras de pata de elefante, los altos cuartos con las celosías coloniales tamizadas por una claridad virreinal, como brasileñamente tropical, entre las quencias y la caoba de las mecedoras en el patio de las columnas con los capiteles de los Zúñiga. Eran sólo signos, barruntos. Los manriqueños sabían que por Gato y por Hato Ratón no se asentaba gloriosamente en verdad la primavera hasta que cada año, en un rito de amor a la tierra, Don Pedro y Doña Esperanza llegaban del Brasil.
Don Pedro de Orleáns y Braganza y Doña Esperanza de Borbón-Dos Sicilias y Orleáns. Era, «pues son los niños primos hermanos». como la historia de amor que empezó a sonreír en San Telmo y truncó la muerte, pero en nuestros días, sin tragedias ni romances. A mí me gustaría tener ahora vuestra inspiración, letristas de las sevillanas del Rocío que tanto amaban, para describir el secreto a voces del amor maduro de una eterna pareja de augustos novios, Don Pedriño y Doña Esperanza. Hasta en el palco de la Maestranza, donde separan a los caballeros de las damas, se las ingeniaban para sentarse amorosamente juntos a ver los toros. Es como si se acabaran de casar ayer mismo, en la Catedral de Sevilla o en la cercana parroquia manriqueña de La Magdalena, donde ahora ya reposará para siempre, unidos junto a Su Divina Majestad, la majestad tan humana de un Príncipe Imperial del Brasil y de una Infanta de España, que se quisieron de muchachos y se amaron hasta el último de sus días.
Aún estoy viendo a Don Pedro en aquel patio de Villamanrique, cuánta majestad, qué imperialmente señor, donde te recibía con la cercanía humanísima de sus vivos ojos en la alta, elegante, huesuda figura. No es tropical imaginación con pájaros de vistosas plumas y merecumbé de santería si digo que Don Pedro era señor a ambos lados de la mar oceana. Le salía de dentro, de siglos, la sencillez de esa majestad. Nunca vi nada más alejado de la vanidosa soberbia. Don Pedriño rebosaba cercanía hasta en el diminutivo cariñoso de su nombre. Parecía que siempre te había estado dando aquellos puritos que se traía de su palacio de Grao Pará, en Petrópolis, cada vez que venía a Villamanrique a inaugurar solemnemente una primavera que le ofrecía como una flor de amor a Doña Esperanza.
¿De dónde era Don Pedro? ¿Era brasileño o era de Villamanrique? Era de la patria de los sueños, emperador de la bondad, señor de la delicadeza. Qué bien iba a caballo. Caminaba con Triana por La Raya, hacía la presentación con Villamanrique y parecía cuanto era: un príncipe entre su pueblo. Pocos señores tan elegantes vi. Ni tan sencillos. Aunque roto por los años, conservó siempre la eterna juventud de la curiosidad. Conocía a cada manriqueño por su nombre. Como se sabía el nombre científico de cada flor de la marisma, de cada pájaro del Coto. Tenía algo de Celestino Mutis y mucho de Montpensier, pero sin darse importancia. Su mejor retrato me queda ahora en la memoria de una esquina de Villamanrique. Don Pedro y Doña Esperanza han vuelto del Brasil. Don Pedriño pasea por el pueblo, y saluda a todos, tocando el ala de su sombrero mejor, como en un danzón virreinal. Y se acerca a saludar a un hombre de campo, afanado en el arreglo de un tractor. Le dice el manriqueño:
—Don Pedro, perdone que no le dé la mano, porque las tengo manchadas de grasa.
Y Don Pedro, tan señor, tan imperialmente cercano, le contesta, mientras le estrecha su mano:
—Las manos de un trabajador nunca están manchadas.
Y Don Pedriño se llena de grasa de tractor aquella mano nacida para regir media América o para mandar media Andalucía llevando las riendas de su caballo por la marisma. Esas limpias manos que Don Pedro se manchó voluntariamente con el amor por su Patria y el dolor por su destino están ya unidas en oración para siempre. Idos los dos, Don Pedro y Doña Esperanza, Don Pedriño y Tía Bily, ahora es cuando en verdad una historia de amor empezó a sonreír para siempre en el silencio del sencillo Escorial marismeño de Villamanrique.
Antonio Burgos
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