Todos lo sabemos. Todos deberíamos saberlo ya de memoria: al parecer, Europa es una vieja y avarienta mujer con una guadaña. La guadaña habla de siegas constantes en la claridad neutra de la historia. Si escuchamos con atención a los airados delatores de los acontecimientos del pasado, oiremos quizá que la guadaña avanza: ¿Quién creó la Inquisición; quién encabezó con estrépito de hierro y de sangre las Cruzadas; quién favoreció y comerció con la importación de los negros que se extenuarían en las minas, campos de algodón o ingenios de azúcar del Nuevo Mundo descubierto por Colón; quién vistió el colonialismo y el imperialismo con la antigua grandeza de Roma y de Alejandro Magno para camuflar el siniestro juego de unos pocos capitalistas; quién originó las dos guerras más mortíferas de la historia, quién lanzó la bomba atómica, quién, quién...?
Cuando Brueghel el Viejo pintó El triunfo de la muerte su mente representaba el espectáculo de la desolación humana: la peste haciendo tabla rasa del mundo agrario y limitado de la Edad Media. Para los moralistas del progresismo actual, y para no pocos líderes políticos y religiosos del Tercer Mundo que no quieren renunciar a una fuerza legitimadora capaz de transformar a un Jomeini en un Gandhi, a los jemeres rojos camboyanos en los baluartes de la dignidad humana oprimida, a un ridículo Tirano Banderas en un Simón Bolívar, la verdadera epidemia que ha oscurecido y ensangrentado el cielo y el mundo entero tiene otro nombre: Europa, y su prolongación, Estados Unidos.
Hace ya mucho tiempo que se nos dice que el mal sólo puede tener una patria, que la culpa del sufrimiento humano es de la sociedad occidental y de su noción del progreso.
El colonialismo. El imperialismo. Con estos gritos comenzó a finales del XIX el gran campeonato mundial del victimismo. Y con los gritos de condena del Moloch USA y de la globalización, continúa. Las gentes de Asia, África o Hispanoamérica nunca tienen ninguna culpa de sus desgracias. Las minorías siempre son inocentes. Los desheredados y los atropellados de la historia son, por definición, moralmente puros. Se han llegado a escribir libros donde, para ensalzar el caudal azteca en México y denigrar el español, se justifican los sacrificios humanos por razones estructurales y se dibuja a las tribus aliadas de Hernán Cortés como criaturas sanguinarias y grotescas, muy lejos de la sofisticación, nobleza y refinamiento del guerrero azteca.
Los tiempos son propicios para la farsa y la alucinación, para servirse del pasado en beneficio propio, para tomar prestados nombres y trajes y, con esa vestimenta, ocultarse a uno mismo y a los demás las responsabilidades del presente. Por eso un ilustre escritor de África puede censurar, entre aplausos posmodernistas, a ese gran guía de la condición humana que fue Joseph Conrad, porque, a su juicio, tras la polifonía narrativa del autor inglés asoma el racismo de los blancos, que presenta a los africanos como hombres sin fondo. Por eso Chávez puede disfrazarse con la protesta del aborigen americano, y ante el silencio de esa izquierda que sólo ve en nuestro pasado el resplandor del fanatismo religioso, decir como el poeta: «América ha sangrado largos siglos... ¿No te suena mi voz a recuerdo?... Grita en mí la raza de Tupac Amaru... Grita en mí el pueblo oprimido...».
La justicia es a la vez una idea y una moderación del alma. Sepamos tomarla en lo que tiene de humano, sin transformarla en esa pasión abstracta y horterada ética que quiere reducir la historia a un simple y ridículo silogismo: Europa inventó el imperialismo, tú eres europeo, luego tú eres culpable, tú eres responsable, tú asesinaste y oprimiste en la India y Afganistán con los burócratas y soldados ingleses de Kipling.
La honestidad consiste en juzgar a las naciones por sus cimas, no por sus subproductos ni por sus infamias. Alemania por el Goethe que filosofa en Weimar, no por Hitler ni por el Guillermo II que en 1900 arenga a sus soldados destinados a China para que ni un solo chino del siglo XX se atreva siquiera a mirar de soslayo a un alemán.
Por supuesto, no se trata aquí de cuestionar los expolios del pasado ni de ignorar las barbaridades cometidas en nombre del progreso y de la civilización occidental. Se trata de no ceder al fácil maniqueísmo de las condenas en bloque y de poner en su sitio a los ignorantes expertos de tertulia. Se trata de no seguir siendo esclavos de los agravios y violencias de la historia, aquella pesadilla de la que Joyce quería despertar. Y si, en cualquier caso, nos empeñamos en no despertar, de que, al menos, viajemos con igual severidad de juicio a las tinieblas de los actos y las empresas chinas, hindúes, árabes, africanas...
Porque la historia de la infamia no es sólo la crónica negra que retumba en los pasos de los ejércitos y de los burócratas procedentes de Europa. La historia de la infamia es universal. Como recuerdan textos y crónicas, la crueldad y el atropello no pueden contemplarse como fenómenos ligados a determinada época o cultura.
Así, por ejemplo, los grandes monarcas de los asirios, que antecedieron a los emperadores de Roma en la escena mundial, fueron excelentes constructores de canales y templos, notables mecenas, pero todos se mostraron de acuerdo en que sacar los ojos al enemigo vencido, arrancarle la lengua y cortarle las manos era una empresa absolutamente natural.
Tampoco -otro ejemplo- el mercado de esclavos ha sido una creación y una práctica exclusivamente europea, sino que, desde la Antigüedad hasta su abolición, ha crecido en otras tierras y otras mentalidades. ¿O acaso debemos ignorar que la gran mayoría de los africanos arrastrados hasta las costas de América fueron vendidos a los capitanes y comerciantes europeos por jefes negros locales, sus captores? ¿Olvidaremos que mientras los barcos negreros europeos recalaban en el Golfo de Guinea el mismo tráfico vergonzoso fluía por las costas orientales de África y a través de las arenas del Sahara en dirección a los países árabes y el imperio turco? Una imagen: Cervantes arrastrando sus cadenas y andrajos durante su cautiverio en Argel.
Aunque así se quiera ver, ni la agresividad expansionista, ni la opresión del más débil ni la explotación humana son ni han sido privativas de Europa y de Estados Unidos. Recordemos la repetición del modelo de tirano populista en América, con sus sables, sus uniformes, sus frases grandilocuentes, sus detalles de despotismo, ineptitud, falsía, brutalidad. Recordemos los armenios masacrados por aquella Turquía que se negaba a perder su vieja arrogancia imperial en un mundo que ya la había desplazado del club de las grandes potencias. Recordemos el delirio ensangrentado del emperador japonés Hirohito. Recordemos los gritos de los ejecutados por los jemeres rojos del tirano camboyano Pol Pot, gritos del silencio, gritos catalogados como propaganda reaccionaria por la elite intelectual de la izquierda. Recordemos el brillo fúnebre de los machetes hutus de Ruanda. Recordemos el infierno integrista del Irán que nace con la revolución islámica de Jomeini. Recordemos...
Se debe, como hizo Conrad después de su viaje africano, denunciar la «alegre danza de la muerte y del comercio». Lo que no es aceptable es ese coro acusador que sólo recuerda un perfil de la infamia, que únicamente habla de crimen y crueldad, y se muestra indignado, cuando la culpa puede reprocharse a Europa o Estados Unidos. Lo que resulta desalentador, porque revela un gran cansancio, es que la misma Europa se olvide de sí misma y acepte, acomplejada, ese parcial retrato de locura sanguinaria que le pinta, desde hace tiempo, el progresismo a la moda.
Fernando García de Cortazar - Catedrático de Historia Contemporánea. Universidad de Deusto
Nenhum comentário:
Postar um comentário