segunda-feira, 24 de dezembro de 2007

¡Felices fiestas! pero... ¿qué fiestas?

Leo en estos días al argentino Leonardo Castellani (1899-1981), una suerte de Chesterton porteño, corajudo y exaltado, con ese grado de exaltación y coraje que distingue a los escritores dispuestos a enfrentarse a esas viejas herejías que los progres llaman ideas nuevas. Castellani fue un jesuita díscolo a quien la Compañía de Jesús, en su decadencia modernista, quiso someter al silencio; pero dejó más de cincuenta libros en los que se burla de los dogmas laicos con una vena humorística de la mejor estirpe: cáustica, perspicaz, deliciosamente reaccionaria. Tocó todos los géneros: el cuento y la novela, la poesía y la biografía, el ensayo y la exégesis bíblica, la sátira y la crítica literaria; por supuesto, sus obras apenas han sido reeditadas, pero llegará el día -cuando la tiranía progre decaiga- en que se le reconozca como lo que sin duda es: uno de los grandes escritores en español del siglo XX.

En «Las canciones de Militis», una colectánea de artículos publicados en los años cuarenta, Castellani esgrime como su maestro Chesteton el arte de la paradoja para desenmascarar la necedad contemporánea y la artificial trama de las mentiras oficiales, hasta desvelar la genuina urdimbre de las verdades profundas. Escribe en uno de estos artículos: «A medida que se va perdiendo en nuestro país el sentimiento de lo sacro, se han ido multiplicando las fiestas seudosacras sin contenido sacro; a causa de la ley biológica que dice: «A medida que disminuye lo vivo, aumenta lo automático» (...) No se puede hacer reír a la gente por decreto; tampoco se la puede hacer sentir. Un hombre puede llevar al río un caballo; pero ni diez hombres pueden hacerlo beber si no quiere. Crear una verdadera fiesta es más difícil que eso. La más antigua fiesta cristiana es la Cena del Señor. Se reunía la comunidad cristiana a comer, a recibir el Sacramento y a comulgar entre sí, es decir, a poner en común sus ideas, sentimientos e intereses bajo el fundente de una misma fe. Se encontraban entre ellos para encontrarse a sí mismos a la luz de una creencia común y trascendente. Ése es el tipo de toda fiesta verdadera, que se basa en una necesidad y se cumple en la recepción de un don espiritual, el cual por el hecho de recibirse aúna y unifica todas las voluntades».

Los progres están empeñados en convertir la Navidad es una fiesta laica, esto es, en despojarla de su contenido real. Pero una fiesta que no sea comunión entre quienes la celebran y recepción de un don espiritual no podrá ser nunca una verdadera fiesta. Y es que la jovialidad que no nace de un fondo de comunión no es sino el aspaviento desesperado de quienes ya han dejado de beber en el manantial del que brota la única felicidad perdurable. Conviene recordar la célebre frase de Chesterton: «Quitad lo sobrenatural, y no encontraréis lo natural, sino lo antinatural». Castellani también se refiere a este alejamiento de lo sobrenatural que mata lo que en nosotros hay de criaturas vivas: «Cuando alguien se aleja de Dios, se hace a sí mismo un gran mal.
Filosóficamente hablando, no habría que decir se hace un gran mal, sino se hace el Gran mal. Y el castigo que Dios le da es éste: Dios se queda donde está. Esto es lo que dice esa parábola del Hijo Pródigo que muchos imaginan es solamente una imagen de la sensiblería de Dios, una imagen de la lenidad del padrazo pachorriento o a lo más una imagen de la misericordia divina, siendo así que es ante todo una imagen de la trascendencia divina. El Hijo se va y el Padre no lo ataja; el Hijo pide «lo que es suyo» y el Padre se lo da sabiendo muy bien que no es suyo. Castiga a la criatura insensata con el terrible castigo del que habló el poeta: «A un hombre que se quiere engañar, / ¿qué castigo le hemos de dar? / Dejarlo que se engañe, amigo. / ¡No hay peor castigo!».

El hombre contemporáneo ha echado a Dios de su seno; y lo que le pasa ahora es muy sencillo: no tiene a Dios. Y sin Dios el hombre no puede hacer cosas divinas; ni siquiera puede divertirse, pues sin Dios no hay comunión verdadera entre los hombres, y sin comunión verdadera no puede haber fiesta. Deseo a las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan una feliz Navidad: ojalá en estos días de fiesta se encuentren entre sí a la luz de una creencia común y trascendente. Y les exhorto a leer al gran Leonardo Castellani, cuyos libros encontrarán tirados de precio -como conviene a cualquier autor que se rebele contra la tiranía progre- en www.iberlibro.com

Juan Manuel de Prada
www.juanmanueldeprada.com

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