segunda-feira, 31 de dezembro de 2007

El año del Rey

Podía haber sido su annus horribilis, como aquel que su prima Isabel II definió en una expresión ya tópica, pero ha sabido darle la vuelta a la adversidad con enorme, poderosa intuición política. Ha sufrido el desgarro de la separación de una hija, ha sentido en la cercanía familiar el bombardeo inesperado de la muerte prematura, ha visto cómo quemaban sus fotos y notado a su alrededor el cruel vacío de las deserciones silenciosas, ha oído cómo le pedían la abdicación, ha contemplado cómo retornaban los peligrosos devaneos cíclicos del cambio de régimen. Y sin embargo, ha salido más fuerte, más popular, más respetado que casi nunca, con el prestigio intacto y la estima alzada como en aquellas jornadas cruciales y dramáticas de un gélido y ya lejano febrero del 81. Mucho se lo ha debido a una sola frase, a una salida certera, oportuna y feliz que el pueblo hizo suya para convertirla en un eslogan universal y de amplio espectro. Pero detrás de ese relámpago pertinente, preciso y eficaz hay un fondo de densa perspicacia, un sustrato de clarividencia y oficio, un consumado ejercicio de dominio de los resortes que activan los perfiles del liderazgo y del carisma.

De un año que podía haber resultado letal para la Corona española, el Rey ha extraído el modo de reforzar una autoridad moral que le eleva varios cuerpos por encima del resto de personas e instituciones de nuestra vida pública. Hay que ser depositario de una larga herencia histórica, trufada de contratiempos, riesgos y turbulencias, para salir indemne de un atolladero semejante y sacar además el rédito de un prestigio incrementado. Hay que dominar el manejo de las situaciones difíciles, conocer los secretos del temple y la oportunidad, y pisar sin miedo los territorios del compromiso. El lance con el «gorila rojo» podía haber salido bien o mal, porque llevaba dentro el peligro de un boomerang reversible, pero Don Juan Carlos tiene el oficio de quien lleva décadas ejerciendo de líder sin más poder que el del arbitraje moral, sin más arsenal que la gestualidad simbólica ni más recurso que la capacidad de convicción. Su experto olfato intuyó el momento y la necesidad. No fue humo de pajas: Chávez acabó perdiendo su propia parodia de referéndum y el Rey ganó la autoridad que necesitaba para levantar de nuevo su referencia en un momento de enorme vacío nacional, en medio de la crispación, el desencuentro y la atonía de una política enquistada hasta el agotamiento.

La Historia tiene a veces estos guiños. Venían todas las coordenadas torcidas y todas las bitácoras descuadradas. Cundía un clima levantisco y revisionista, flameaban las banderas tricolores en un viento propicio de debilidad institucional, crujían las cuadernas del Estado y se desesperezaba ese demonio de agitación que a veces recorre nuestra médula colectiva. De repente, un gesto, un fogonazo de dignidad en el sitio preciso y en el instante exacto, vuelca las circunstancias y devuelve el sosiego y la estabilidad ante el desequilibrio y la zozobra. Podrá no haber dirigencia, pero hay rumbo. Podrá no haber Gobierno, pero hay Corona. Y los que se tenían que callar, se han callado.

Ignacio Camacho
www.abc.es

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