Lo entendíamos mejor en pareja, junto a doña Esperanza, pero solo tenía el trato de un señor marismeño, que la figura, y el talante, de don Pedro de Orleans y Braganza era el de un ganadero de toros bravos que tuviera la ganadería en el campo de Villamanrique. Ese aire y ese estilo, ese señorío y esa llaneza suya era la marca de la casa, y daba gloria quedarse con don Pedro y su palabra entre unos vinos, en cualquier rato, mejor si el rato era rociero, porque su educación y su afabilidad hacían de él un paisano más. He escrito a conciencia «de Orleáns y… Villamanrique», no porque a él le sobrara el Braganza, sino por lo que sé que en su vida supuso Villamanrique de la Condesa, porque lo vi y lo viví, o, mejor, lo conviví. Nunca fue arrollando, ni con apellidos, ni con títulos, ni con patrimonio: se abría paso con su naturalidad, se lo abría su sencillez, y Villamanrique, que es único para tantas cosas, lo hizo pueblo junto a su mujer, doña Esperanza, que doña Esperanza tenía tres cuarterones de manriqueña en todo. Y, claro, el matrimonio, cuando estaba junto en el pueblo, fuera la fiesta que fuera, pues era un matrimonio manriqueño con todas las bendiciones.
Sé cuánto querían en el pueblo a don Pedro. Y sé cuánto quería él a Villamanrique. Me lo contó un mediodía rociero en el que hablábamos del rocío y de la gente popular, y me decía: «Me siento uno más entre estas gentes, porque como a uno más me han acogido, y ese título de cercanía que da el pueblo no se hereda, se gana». Me acordé de Manuel Machado, al que don Pedro, sin saberlo, contradecía, ya que Manuel machado sostenía que «no se ganan, se heredan elegancia y blasón». Sus razones tenía Machado y sus razones don Pedro. Y si a don Pedro le «añadíamos» a doña Esperanza, el señorío y la sencillez se duplicaban. Los recuerdo donde los recuerda cualquier que los conociera: a la puerta de la iglesia de Villamanrique recibiendo a las hermandades rocieras, destocado como un mayoral ante una procesión, vestido de corto, con aquella elegancia suya para vestir de corto, en la que nadie era capaz de adivinar que había nacido en un castillo de Francia, que más parecía que hubiera nacido en un cortijo. Y en el Rocío, junto a doña Esperanza, a caballo, qué pareja. Sí, de Orleans y Braganza, y de Villamanrique, como su mujer. Descompensada quedó la imagen de Villamanrique cuando faltó doña Esperanza, que era Borbón-Dos Sicilias pero también manriqueña. Ida doña Esperanza y ahora ido don Pedro, Villamanrique es otro, pero será el mismo si, como sé, no olvidan sus nombres y su estilo. Con ellos, nunca estuvo más cerca del pueblo la realeza, ni nunca la realeza alcanzó mayor categoría con su sencillez.
Ya todos los Rocíos que viva Villamanrique tendrán la doble ausencia, aquella que, por su sencilla grandeza, tuvo su trono en el pueblo.
Antonio García Barbeito
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