Lo que más me ha sorprendido de la guerra de los crucifijos en Valladolid no ha sido la postura radical de los pocos padres laicistas, ni la reacción jubilosa del PSOE de Castilla-León anunciando su propósito de erradicar los símbolos religiosos «hasta en la última escuela rural».
Lo que de verdad me estremece es la dificultad del sector católico para decir algo consistente en su defensa. Se ha asentado entre los que simpatizan con la religión un complejo tan hondo que nadie sabe por qué habría que tolerar una cruz en un colegio público. Se ha decidido aceptar sin más el ateísmo de Estado y la prohibición de símbolos religiosos en el espacio público, excepto los que por razones turísticas recaben el placet de la autoridad (procesiones de Semana Santa, por ejemplo).
La realidad constitucional es muy distinta: define España como un estado aconfesional, esto es, sin vinculación institucional con confesión alguna, pero respetuosa del papel de todas las religiones y en particular de la tradición católica.
En realidad, y según la Constitución, padres y alumnos son libres de exhibir símbolos religiosos en sus personas y aulas y, como ha aclarado la ministra Cabrera, podrían acordar o votar si se exponen o no. Que una minoría obligue a la mayoría de los padres a quitar la cruz, como ha ocurrido en Valladolid, es una acto totalitario que me recuerda a la Albania atea y comunista, donde las iglesias fueron transformadas en salas de cine y canchas de baloncesto.
La de Valladolid era una escuela que llevaba exhibiendo el crucifijo ininterrumpidamente desde 1927. Lo que no consiguieron ni la revolución del 34 ni la Guerra Civil lo ha conseguido ahora un grupo de padres supuestamente tolerantes y demócratas. A mí, la verdad, todo esto me da miedo.
Cuando oigo a Cristina Almeida burlarse de la Madre Maravillas, o leo a Almudena Grandes escribiendo que la monja gozaría «al caer en manos de una pandilla de milicianos jóvenes, armados y -¡mmm¡- sudorosos» empiezo a pensar que tal vez acaben mofándose públicamente de todos nosotros o arrojándonos a los brazos «sudorosos» de los asesinos, sencillamente por haber callado en la defensa del crucifijo.
Lo que de verdad me estremece es la dificultad del sector católico para decir algo consistente en su defensa. Se ha asentado entre los que simpatizan con la religión un complejo tan hondo que nadie sabe por qué habría que tolerar una cruz en un colegio público. Se ha decidido aceptar sin más el ateísmo de Estado y la prohibición de símbolos religiosos en el espacio público, excepto los que por razones turísticas recaben el placet de la autoridad (procesiones de Semana Santa, por ejemplo).
La realidad constitucional es muy distinta: define España como un estado aconfesional, esto es, sin vinculación institucional con confesión alguna, pero respetuosa del papel de todas las religiones y en particular de la tradición católica.
En realidad, y según la Constitución, padres y alumnos son libres de exhibir símbolos religiosos en sus personas y aulas y, como ha aclarado la ministra Cabrera, podrían acordar o votar si se exponen o no. Que una minoría obligue a la mayoría de los padres a quitar la cruz, como ha ocurrido en Valladolid, es una acto totalitario que me recuerda a la Albania atea y comunista, donde las iglesias fueron transformadas en salas de cine y canchas de baloncesto.
La de Valladolid era una escuela que llevaba exhibiendo el crucifijo ininterrumpidamente desde 1927. Lo que no consiguieron ni la revolución del 34 ni la Guerra Civil lo ha conseguido ahora un grupo de padres supuestamente tolerantes y demócratas. A mí, la verdad, todo esto me da miedo.
Cuando oigo a Cristina Almeida burlarse de la Madre Maravillas, o leo a Almudena Grandes escribiendo que la monja gozaría «al caer en manos de una pandilla de milicianos jóvenes, armados y -¡mmm¡- sudorosos» empiezo a pensar que tal vez acaben mofándose públicamente de todos nosotros o arrojándonos a los brazos «sudorosos» de los asesinos, sencillamente por haber callado en la defensa del crucifijo.
Cristina L. Schlichting
www.larazon.es
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