Hace setenta y dos años un páramo de las afueras de Madrid se convirtió en la tumba de 4.500 españoles represaliados en la retaguardia republicana.
«Manuel Oyuelas, arquitecto», «Ramón Pueo, maestro nacional», «Ángel Dilla, veterinario», «José María Zuazarregui, abogado»... Impresiona el pespunte de cruces anónimas en un paraje desangelado y yermo, pero las pocas que tienen inscripciones revelan cómo la voluntad de aniquilación desplegada en el otoño de 1936 en Paracuellos de Jarama fue indiscriminada, rebasó los horrores propios de la guerra y se inscribe plenamente en los delitos de lesa humanidad que anda buscando el juez Baltasar Garzón.
El congreso «La otra memoria» que celebra estos días la Universidad San Pablo-CEU quiso ayer complementar las intervenciones académicas y los testimonios de las jornadas anteriores con la visita a algunos de los enclaves en los que se centró la represión republicana, en un afán de completar el mosaico del conocimiento de la Guerra Civil.
En el cementerio-memorial de Paracuellos, primera etapa de este itinerario de reivindicación y recuerdo, dos centenares de personas tuvieron ocasión de conocer en detalle cómo funcionó durante un mes, entre noviembre y diciembre de 1936, la maquinaria de la muerte engrasada por los comunistas en la retaguardia republicana. Junto al rector de la Universidad San Pablo-CEU, Alfonso Bullón de Mendoza, las nietas de Federico Salmón, ministro de Trabajo del Gobierno de Lerroux asesinado en el lugar, vivieron con emoción su primera visita al recinto, mientras José Manuel Ezpeleta, vocal de la Hermandad de Mártires de Paracuellos, desgranaba hechos documentados.
Cercado por la expansión destartalada de un polígono industrial, el camposanto reclama atención por la gran cruz grabada en la ladera que lo guarece y que es visible incluso desde muchos aviones, al despegar o aterrizar en Barajas. Lo demás, en este «Arlington» mesetario, es austeridad: trazado mortuorio de tiralíneas, siete grandes monolitos, en cada una de las fosas comunes y una adusta capilla de dimensiones modestas.
Los visitantes se acercaron también al pinar donde, a unas decenas de metros de las fosas, se descargaba a los detenidos, traídos en camiones y camionetas desde las cárceles de San Antón, Porlier, Modelo y Ventas, y confinados tras alambres de acero (aún quedan restos en algunos de los árboles) para que no pudieran huir antes de ser fusilados.
Ezpeleta explicó que muchos de los asesinados en Paracuellos nunca han sido identificados porque no todos los represaliados pasaron por el filtro de la Dirección General de Seguridad, donde se les «fichaba». También hizo hincapié en que ese inmenso cementerio es un «lugar santo» en el que yacen 104 religiosos beatificados, y relató cómo muchos de ellos pedían ser «paseados» en último lugar para poder dar la extremaunción a los demás prisioneros.
El papel de Carrillo
No quiso después pasar por alto el papel de Santiago Carrillo en estos acontecimientos, y le atribuyó no haber montado, pero sí «heredado» lo que calificó como engranaje de «exterminio» cuando asumió el cargo de consejero de Orden Público de Madrid en la madrugada del 7 al 8 de noviembre. «A partir de ahí empieza su responsabilidad», argumentó Ezpeleta, quien considera que el veterano ex dirigente comunista no puede alegar desconocimiento «cuando en el tiempo que duraron los fusilamientos, para llegar desde Madrid a Paracuellos los camiones tenían que atravesar 32 controles en los que había que dar el santo y seña, y esa contraseña se cambiaba diariamente desde la Dirección General de Seguridad».
Las matanzas sólo cesaron, apuntó, cuando el anarquista Melchor Rodríguez (conocido como «el ángel rojo») tomó el mando como director de prisiones y acabó con las «sacas» masivas. De ellas queda hoy esta «otra memoria» que aspira a ensamblarse en la de todos.
B. Torquemada
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