Varios amigos míos están preocupados por la victoria de Barack Obama. No son muchos y coinciden en no haber vivido una temporada en los Estados Unidos (los que más, han ido de compras a Nueva York alguna vez). Una inmersión en la vida americana los habría curado de estas aprensiones. Hay un proamericanismo estereotipado que resulta tan poco razonable como el antiamericanismo, y que suele ser consecuencia de un parejo desconocimiento de la realidad de ese país, grande en todos los sentidos y, por tanto, inabarcable por los estereotipos.
No podía ser menos en una nación fundada sobre la libertad de conciencia y la responsabilidad individual. Estos principios engendran grandeza, pero también diferencia y disensión. Lo importante es que los Estados Unidos han sabido vérselas siempre con sus querellas internas de un modo rotundamente democrático, e incluso cuando pasaron por la más cruenta guerra civil que conoce la Historia, los vencedores trataron de no humillar a los vencidos, y así, el ethos cívico y patriótico de la Confederación pasó a formar parte del legado común, sin quedar limitado al folklore de la exhibición de banderas y tonadas, sino convirtiéndose en un sentimiento general de arraigo y amor a la tierra patria, fundamental y necesario en una nación de emigrantes de muy diversos orígenes, religiones y culturas. En su discurso de agradecimiento, tras el triunfo electoral demócrata, Obama ha dado un excelente ejemplo de cómo hay que ganar, y John McCain, en el suyo, otro no menos magnífico de cómo hay que tomarse la derrota. Ver en el adversario político, ante todo, un americano, un compatriota, y cantar públicamente sus alabanzas, sin limitarse a la mera felicitación, es una de las muchas cosas que engrandecen a los Estados Unidos.
Obviamente, los errores políticos de los gobiernos de las naciones grandes nunca son pequeños, por definición, y el gobierno de Bush ha cometido unos cuantos, que explican, más que la mayor o menor brillantez de las campañas de ambos candidatos, la inclinación del voto hacia los demócratas. Pero los errores se han recordado estos días con más que suficiente énfasis, y convendría asimismo observar que si Bush, tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, no hubiera decidido frenar al islamismo, habríamos sufrido en Europa una verdadera devastación terrorista o nos habríamos convertido en un espacio de impunidad desde el que al-Qaeda y sus franquicias habrían lanzado cómodamente sus ataques contra América, Israel y los países musulmanes. Al contrario que buena parte de la izquierda europea, Obama no ha hecho a Bush responsable de los estragos criminales del islamismo en España, Reino Unido, Marruecos, Egipto o Irak. Y es que Obama no es un antioccidental, ni un antisemita ni un anticristiano. Es un demócrata americano, e incurrirá fatalmente en el tipo de errores y cometerá el tipo de estropicios en que suelen incurrir y que suelen cometer los demócratas americanos, pero nada del tipo de las averías irreparables que acostumbran producir ciertas izquierdas europeas cuando disponen de barra libre.
Los demócratas americanos pueden tener un lejano parecido con el viejo reformismo social-liberal encarnado todavía por algunos partidos europeos de izquierda, como el laborismo británico, pero, desde luego, nada los asemeja con el socialismo estatalista, cutre, condescendiente con soberanismos aldeanos y satrapías tercermundistas, ecologismos delirantes y teologías de la pauperización que tan bien conocemos en este continente. Algunos medios españoles advierten, con alarma, que Obama tiende a apoyarse en la izquierda del partido demócrata, pero de la izquierda del partido demócrata salieron, por ejemplo, los neoconservadores. Todo esto no quiere decir que en América no exista una izquierda como la más progre e insustancial de las izquierdas europeas, pero no está en el partido de Obama, aunque le vote. Suele encontrarse en las universidades, donde se apalancó hace treinta y tantos años, después de la guerra de Vietnam, y ahí sigue, regurgitando lo peor del pensamiento europeo del sesenta y ocho en aras de una escolástica demencial, ininteligible fuera de los campus (y dentro). En Harvard, Obama no cursó Estudios Culturales. Saberlo es un alivio.
Jon Juaristi
www.abc.es
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