Ha sido bonito, una historia perfecta, el sueño americano hecho realidad. Una victoria impensable hace un año. Pero es que el mundo de hace un año es apenas reconocible. Hablábamos entonces de la necesidad de un comandante en jefe para un país en guerra y el martes el electorado eligió un líder brillante para enfrentarse a la peor crisis económica desde la Gran Depresión. Su dominio de las palabras y los sentimientos propios es proverbial, no en vano ha sido editor de la revista legal de Harvard. Su maestría de los medios de comunicación es espectacular: las cámaras le quieren como a un galán de Hollywood. Y su capacidad de gestión no es despreciable: sin apenas experiencia ha sabido rodearse de los mejores especialistas en una estupenda campaña electoral. Barak Obama parece disponer de los atributos necesarios en un buen líder. Atributos que son igualmente demandados en la gestión política como en la empresarial. Sólo le queda por demostrar una última competencia profesional de los buenos empresarios, pragmatismo, capacidad para abandonar excesos ideológicos y posiciones apriorísticas hondamente arraigadas en emociones irracionales. No se trata de olvidar las convicciones personales, sino de someterlas a la razón y el sentido común, de asignar los medios adecuados a la consecución de los fines perseguidos.
Veamos su programa económico. El presidente electo ha sido extraordinariamente hábil en evitar precisiones comprometedoras y se ha mantenido en el cómodo terreno de los principios generales: sanidad, empleo y educación para todos, lucha frontal contra la pobreza y la exclusión social. Pero pronto le llegará el momento de tomar decisiones y de descubrir efectivamente cuántas viejas ideas anidan en su cabeza. Fue precisamente Keynes, tan de moda estos días, el que nos avisó de que detrás de todo político hay un buen economista, muerto y superado. Hay un fuerte olor a ese gran economista británico en el programa de Obama: subir los impuestos a los ricos, aumentar el gasto público en infraestructura, elevar el salario mínimo, garantizar la cobertura sanitaria universal, proteger a la industria nacional. El problema es que todas esas medidas recuerdan demasiado al primer Mitterrand, aquella esperanza de la izquierda europea que sumió a Francia en la pérdida de competitividad y el atraso económico. Estados Unidos no es Francia, el tamaño cuenta y los grandes países suelen confiar en exceso en la fuerza de su demanda interna para recuperar el país. Eso han pensado siempre en Brasil y sólo ha dejado de ser una esperanza permanentemente frustrada el día que descubrió, con Cardoso y Lula, que el progreso económico está en la libertad de comercio y la apertura internacional. Cierto es también que tener la moneda de reserva mundial otorga ventajas al que la posee, el papel del dólar es indiscutible pese a toda la literatura de ciencia-ficción sobre el euro, el yen o el yuan. Pero mucho menos si dependes de la financiación externa.
Hoy vivimos en un mundo multipolar. Bien lo sabe el Obama de la política exterior multilateral que promete involucrar a los países amigos en la defensa de los valores americanos en el mundo. Pero parece desconocerlo el Obama economista que sueña con una segunda edición del New Deal rooseveltiano que haga salir a Estados Unidos de la depresión en que se encuentra. Ese país, como otro más cercano que se imaginarán mis lectores, ha vivido por encima de sus posibilidades, ha consumido en exceso endeudándose hasta límites insostenibles. Los bancos y las autoridades monetarias han errado en el control de la liquidez y del riesgo, pero el Tesoro público, las empresas y particulares, también. Nadie les obligaba a tirar de tarjeta de crédito o de deuda pública. Un endeudamiento perverso que ha afectado al sector privado y público, un endeudamiento doméstico e internacional, la contrapartida del déficit exterior americano. No hay más alternativa que recuperar el ahorro, moderar el consumo y devolver los préstamos. Incluidos los que han sido y serán necesarios para sanear el sistema financiero. Trabajar más y mejor para recuperar competitividad. El presidente electo tiene la credibilidad y la popularidad necesarias para convocar a la nación americana a ese gran esfuerzo colectivo que le devolverá su papel de potencia mundial. Puede y debe adoptar una presidencia a la Churchill y la nación le seguirá. Probablemente sólo él puede hacerlo. Esa es su responsabilidad y podría ser su grandeza. Pronto lo sabremos.
Fernando Fernández
www.abc.es
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