sábado, 8 de novembro de 2008

Retorno a Camelot

Al igual que la elección de Barack Obama, la llegada de John F. Kennedy a la Casa Blanca en 1961 tuvo algo de momento mágico. Su breve mandato fue suficiente para convertirle en un verdadero mito. Al margen de aciertos y errores en sus decisiones (los errores son cada vez más evidentes para muchos historiadores, pero no rompen el conjuro), John Kennedy fue un símbolo de la capacidad de inspirar desde la política -un «mercader de esperanzas», en expresión de uno de sus amigos españoles-.

De modo similar a Barack Obama, el senador por Massachussets destacó como un formidable orador y fue tachado de demasiado joven e inexperto para ser presidente. Kennedy creó un estilo nuevo de comunicarse, que conectaba con los jóvenes. No tuvo miedo de rodearse de asesores y colaboradores inteligentes, el llamado «trust» de cerebros. La sensibilidad del matrimonio Kennedy hacia el arte y a la cultura dio lugar a que la Casa Blanca recibiera el apelativo de Camelot. Gracias a la fuerza estética y a la visión utópica de su presidencia, nos seguimos acordando más de sus luces que de sus sombras.

Bobby Kennedy, sucesor natural de su hermano en el liderazgo demócrata, predijo en un discurso en «La Voz de América» en 1968 que, a pesar de las tensiones raciales en su país, «en los próximos cuarenta años un ciudadano de raza negra podrá ser presidente». Cuando se cumplían esos cuarenta años, en enero de 2008, Caroline Kennedy dio su apoyo a Barack Obama a través de un artículo en The New York Times titulado «Un presidente como mi padre», subrayando la capacidad transformadora de ambas figuras: el primer americano de origen irlandés y católico elegido presidente y el primer afroamericano con posibilidad de serlo.

Un poco antes, en 2004, la popular y aguda serie de televisión «El ala Oeste de la Casa Blanca» anticipó el futuro, al elegir en secreto la figura emergente de Barack Obama, joven político de Chicago y estrella en la Convención Demócrata de ese año, para inspirar el personaje decisivo del relato final de esta saga, el congresista hispano Matt Santos. Este personaje de ficción desafía el status quo del partido, rompe barreras raciales y, combinando reflexión y carisma, es elegido contra todo pronóstico presidente. «El Ala Oeste» ha creado auténtica adicción en EE.UU. y sin duda ha contribuido a realzar la grandeza de la política, proponiendo ejemplos como el de Santos/Obama, tal vez un caso más en el que la naturaleza imita al arte, como le gustaba decir a Oscar Wilde.

Hoy podríamos estar a las puertas de un nuevo Camelot, siempre que el nuevo presidente, que encarna el sueño americano y reúne condiciones excepcionales para renovar el idealismo en la vida pública, se rodee de los mejores, sin prejuicios ideológicos, y sea capaz de dejar atrás el culto a su persona de estos últimos días. Estos excesos son sólo aceptables como estrategia de campaña, pero no como manera de gobernar y, en concreto, gestionar una crisis económica y financiera sin precedentes. En todo caso, John McCain, en su magnífica alocución de despedida acertó: así es como somos en este país, «hacemos Historia».

José María de Areilza
Titular de la Cátedra Jean Monnet del Instituto de Empresa

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