Después de haber leído el repugnante artículo de Almudena Grandes sobre la violación de Sor Maravillas y la adecuada réplica de Antonio Muñoz Molina, me dio por imaginar a la escritora vestida de monja frente al miliciano sudoroso y borracho que le obstruye el paso en el refectorio del convento y parece dispuesto a tantearle el cuerpo con el cañón del fusil, desnudarla y propasarse con ella antes de ejecutarla trinchándola con la bayoneta.
Puedo suponer a la escritora sumida en una angustiosa mezcla de lujuria y misticismo, acaso excitada por la fálica sugerencia del agresivo mosquetón, quién sabe si dispuesta incluso a ser ella quien le corte la retirada al miliciano para asegurarse la juerga antes de pagar gustosamente con su vida el precio de la delirante bacanal.
Me pregunto entonces si Sor Almudena se aferraría a la fortaleza de su fe y resistiría hasta el martirio las acometidas del invasor o si, por el contrario, haría lo imposible por convencer al miliciano de que no depusiese su amenazadora actitud y consumase cuanto antes la agresión, invirtiendo la terrible angustia hasta convertirla en voraz coquetería.
¿Podría ocurrir semejante cosa? ¿Cabría esperar que la tórrida exuberancia hormonal de Sor Almudena nublase su sabio juicio moral? ¿Irrumpiría en la pastoral modorra de su misticismo el incontenible y vulgar impulso de la lascivia? ¿Pasaría por su cabeza la idea de que el paroxismo conventual de la fe no es en sí mismo excluyente de la cósmica convulsión del orgasmo?
No puedo ponerme en el lugar de Sor Almudena para contestar esas preguntas. Aunque sólo sea por razones de género me siento más natural imaginándome en la piel del miliciano. Aunque he de reconocer que, supuesto que fuese yo el maldito miliciano y fuese ella la víctima, ni Sor Almudena me parecería una señora, ni, aunque lo fuese, estaría yo tan borracho...
Puedo suponer a la escritora sumida en una angustiosa mezcla de lujuria y misticismo, acaso excitada por la fálica sugerencia del agresivo mosquetón, quién sabe si dispuesta incluso a ser ella quien le corte la retirada al miliciano para asegurarse la juerga antes de pagar gustosamente con su vida el precio de la delirante bacanal.
Me pregunto entonces si Sor Almudena se aferraría a la fortaleza de su fe y resistiría hasta el martirio las acometidas del invasor o si, por el contrario, haría lo imposible por convencer al miliciano de que no depusiese su amenazadora actitud y consumase cuanto antes la agresión, invirtiendo la terrible angustia hasta convertirla en voraz coquetería.
¿Podría ocurrir semejante cosa? ¿Cabría esperar que la tórrida exuberancia hormonal de Sor Almudena nublase su sabio juicio moral? ¿Irrumpiría en la pastoral modorra de su misticismo el incontenible y vulgar impulso de la lascivia? ¿Pasaría por su cabeza la idea de que el paroxismo conventual de la fe no es en sí mismo excluyente de la cósmica convulsión del orgasmo?
No puedo ponerme en el lugar de Sor Almudena para contestar esas preguntas. Aunque sólo sea por razones de género me siento más natural imaginándome en la piel del miliciano. Aunque he de reconocer que, supuesto que fuese yo el maldito miliciano y fuese ella la víctima, ni Sor Almudena me parecería una señora, ni, aunque lo fuese, estaría yo tan borracho...
José Luis Alvite
www.larazon.es
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