El aquelarre jurídico abierto por el juez Garzón ha pasado a adquirir todos los componentes de un auto sacramental: un inquisidor poseído de la certeza de hacer justicia universal, no ya humana sino divina, la estigmatización del enemigo encapirotado, una buena dosis de cainismo y, por supuesto, calaveras y tibias que nos recuerdan la futilidad de la vida terrena y el castigo eterno del hereje. Todo muy barroco, como corresponde a las raíces de nuestra cultura. Aunque he leído el auto (un centón de argumentos ad hoc carente de unidad), no soy jurista y no voy a enredarme en sus argumentos, pero mal tiene que estar la dogmática jurídica cuando, tras analizar miles de fusilamientos y asesinatos, concluye abriendo una causa por «detención ilegal» y solicitando el certificado de defunción de los supuestos culpables, una astracanada para el sentido común y que debería serlo también para el jurídico. La justicia está para condenar o absolver, no para hacer historia, pero si no hay posible culpable, ¿qué sentido tiene un juicio?
Por supuesto, como siempre, hay un fondo de verdad y de razón. Que todavía haya por las tapias y caminos de España enterramientos clandestinos es una vergüenza para todos, y quienes claman contra ello tienen toda la razón. Pero si yo me encuentro un resto humano, o sé que existe en algún lugar, supongo que lo propio es informar a la Guardia Civil, que ésta se persone y lo compruebe, que el juez proceda el desenterramiento, que se trate de identificar los restos, que se entreguen a los familiares si se han localizado, y que éstos procedan a su depósito en camposanto. Y todo ello por completo al margen de si se trata de fusilados o asesinados, de derecha o de izquierda, rojos o nacionales, de esta guerra, de la carlistada, o de ninguna. Y no por razones políticas o históricas sino por puro sentido común e incluso por exigencia del orden público. Hace falta sólo un poquito de humanidad, no mucha, para realizar esa tarea, que debería haber sido completada hace años con cargo al erario público, y para la cual no se necesitan ni jueces estrella ni causas generales ni leyes de memoria ni nada parecido. Sólo sentido común.
Pero como siempre en los asuntos humanos, las cosas no son lo que son sino lo que parecen, la narrativa en la que los envolvemos y la imagen que nos hacemos. Y eso es lo malo, que algo tan elemental haya acabado en un aquelarre. Y la narrativa es que la transición la hicieron unos, y no otros, que la memoria histórica se censuró, que hay buenos y malos, que nosotros somos los herederos de los buenos, que es la hora de darle la vuelta y asentar la democracia sobre bases puras y no contaminadas por el pasado, y puesto que «ellos» tuvieron su justicia ahora nos toca a «nosotros». Todo ello es no sólo un disparate histórico, sino muy pernicioso.
Para comenzar, no es cierto, es falso (y casi insultante), sostener que la transición autocensuró el pasado y se construyó sobre la amnesia. Comencé a escribir mi tesis doctoral sobre Julián Besteiro, líder socialista condenado a muerte por un consejo militar franquista, en pleno franquismo, en 1970, y se leyó en 1972 en la Facultad de Derecho de Madrid; poco después fue editada por Cuadernos para el Dialogo. Por supuesto, el mío no fue un caso aislado, en absoluto.
Elías Díaz había creado un equipo de investigación para rescatar el pensamiento heterodoxo español, y se publicaron muchos trabajos y tesis. Y la iniciativa de Elías Díaz tampoco fue un caso aislado. De modo que fuimos muchos los que no tuvimos que esperar al segundo gobierno socialista para empezar a recobrar la memoria; algunos lo hicimos durante el franquismo. La sorpresa es que aquella recuperación fue menos ingenua, «naive» y maniquea que la actual, retorcida de intereses políticos electorales y nacionalistas y que, sin darse cuenta, reproduce argumentos y actitudes del franquismo como en un espejo.
¿Hace falta recordar datos elementales y bien sabidos? Al parecer sí, pues muchos de los fanáticos de la memoria parecen tener poca. Por ejemplo, recordemos que en enero de 1934 la Ejecutiva del PSOE, inspirada por Largo Caballero, aprobó organizar «un movimiento francamente revolucionario con toda la intensidad posible y utilizando los medios que se pueda disponer», cuyo objetivo era «hacerse cargo del poder político el Partido Socialista y la Unión General, si la revolución triunfase». Una resolución que dio lugar a la Revolución de Octubre de 1934, para la que Indalecio Prieto se había transformado en contrabandista de armas y Largo Caballero en el Lenin español. ¿Vamos pues a olvidar que el mismo Partido Socialista y la UGT rompieron radicalmente con la legalidad republicana, o que el catalanismo hizo lo mismo cuando el 6 de octubre de aquel año Companys declaró unilateralmente el «Estat Català»? De modo que cuando el 18 de julio del 36 unos generales se sublevaron, con notable apoyo civil por cierto, ¿cuál era la legitimidad de unos y otros para criticarlos? ¿Ha condenado el PSOE o la UGT (que hoy se persona en la causa de Garzón) la Revolución de Octubre y a quienes la prepararon? Desde luego las estatuas de Largo y Prieto fueron puestas en la Castellana por la democracia, y ahí siguen, al lado de la ausente de Franco. Y no lo critico, aunque más merecimientos para estar en ese lugar tenía Julián Besteiro, por ejemplo, que se opuso a todos esos disparates una y otra vez, sin éxito alguno.
La transición se hizo sobre el supuesto de que la guerra civil fue eso mismo, una guerra civil, no un simple golpe de Estado, y menos una suerte de ocupación militar por un ejercito extranjero que no se sabe de donde venía. Y sobre el supuesto de que esa guerra nunca debió de ocurrir, que nuestros padres (probablemente tus abuelos) se equivocaron al no saber entenderse, que fue un horror por las dos partes, un fracaso colectivo que se trataba de enmendar décadas más tarde evitando el error de la República: ser de una parte y no de todos.
Por supuesto que hubo una brutal represión durante y después de la guerra, que merece ser historiada, pero fueron miles los asesinados por anarquistas o comunistas, muchos de los hoy «republicanos» luchaban, no por la República «burguesa» (vade retro), sino por la anarquía o por Stalin y la revolución comunista, la República se enfangó en guerras civiles dentro de la guerra civil (puestos a recordar, recordemos a Orwell), hubo checas, paseos y asesinatos en el Madrid o la Barcelona republicanas, y de haber ganado los «rojos» la represión posterior hubiera sido también considerable, y otra España, otra media, habría sido la emigrante y exiliada. Y esto también debe ser historiado por la democracia. Puestos a recordar, recordemos que fueron las mejores cabezas de la «República de los intelectuales» las que se retiraron horrorizadas, tras constatar «no es esto, no es esto». Creer que hubo un lado bueno y otro malo es lo que nos dijo Franco durante cuarenta años, y contra esa idea, históricamente (casi) tan falsa como la simétrica, se hizo la transición. Pues desgraciadamente para España y los españoles no hubo un lado bueno, sólo hubo hombres buenos, y estos se encontraban en todas partes.
La transición no se asienta en el olvido, sino todo lo contrario; se asienta en el recuerdo obsesivo y presente de un horror que nunca jamás deberá repetirse, un recuerdo reprimido, sí, pero presente y vivo. Los vencidos pueden recordar y recuerdan el horror de aquellos años, pero bastaba hablar con los vencedores para darse cuenta de que aquel espanto pesaba sobre ellos igualmente: los paseos, los asesinatos de amigos y familiares, las desapariciones, las sacas, las checas. Y por supuesto, la transición se asentó en el miedo a que el horror pudiera volver a ocurrir, miedo que alimentó la voluntad de consenso y de acuerdo. Nada nuevo, pues es bien sabido que buen número de democracias se asientan en la experiencia terrible de la guerra civil y el «never more», el nunca jamás.
Por ello, cuando este gobierno cae en la tentación adanista (y tan hispánica) de refundar el Estado en una segunda transición (confundiendo un cambio de gobierno con un cambio de régimen), para asentarlo de nuevo como heredero y continuador de la República, comenzó a abrir las fosas (no las materiales, por cierto, que es lo que debía hacer, sino las simbólicas), convocando a todos los espíritus y fantasmas del pasado. Pues si esta democracia es la heredera de la República, si es la continuación de los «rojos», si es el triunfo de los vencidos, debe saber que deja fuera a media España, la que luchó contra ellos y sufrió el otro horror, y en lugar de cancelar la Guerra Civil la convoca de nuevo, la abre y la continúa. Y a quienes les preocupa la política de la crispación, tan de moda últimamente, harían bien en fijarse también en ésta, que se dobla del intento de lanzar a las fosas exteriores de la democracia a la oposición, estigmatizada como heredera del mal, para alcanzar así una hegemonía gramsciana que coquetea con el autoritarismo.
Que nadie nos obligue a elegir entre unos y otros muertos, como antes entre el Gulag y el Holocausto o entre Chile y Camboya. Pues no somos los herederos de un lado o del otro, sino los herederos del horror y del dolor de todo el horrible siglo XX. No nos une el amor, decía Borges, sino el espanto, huimos de aquello, no pretendemos convocarlo. Heredamos la guerra, con toda su vesania, no un lado. La historia jamás olvida aunque la justicia humana no pueda no hacerlo, pero si se trata de hacer memoria y justicia habrá que hacerla a dos manos, no dando por buena la memoria y justicia franquista contra los «rojos» para abrir ahora otra simétrica causa general contra los «nacionales». Pues tampoco la democracia ha rehabilitado ni aceptado a los asesinados por la República. No podemos volver a escribir la historia, que antes sufrimos como vencidos, para hacerla ahora como vencedores. Nadie venció, todos perdimos padres, abuelos, esposas, hijos, hermanos.
Pero España y su liderazgo parece haber perdido el pulso y el norte, y tan malo como el daño emergente que hacen estas políticas lo es el lucro cesante. Los españoles hemos progresado fantásticamente estos últimos treinta años. Y lo hemos hecho porque hemos sabido seguir el consejo de quienes nos precedieron. De una parte, despensa y escuela, como quería Costa, trabajo, seriedad, ahorro, y sobre todo, mirar al futuro y no al pasado, «cerrar con siete llaves el sepulcro del Cid», construir un porvenir de paz y prosperidad para nuestros hijos, no vengar las afrentas de nuestros abuelos. No se puede hacer nación ni patria, ni se puede guiar a un pueblo, mirando por el espejo retrovisor para solucionar el pasado. Y el otro consejo que hemos seguido también: mirar hacia fuera y no hacia adentro, pues la solución es Europa y el mundo y no ensimismarse en una mirada local, provinciana, justo cuando el futuro de España está, más que nunca, fuera de España. En definitiva, hacernos, no deshacernos, pues mientras volvemos la mirada (¡otra vez!), al pasado y hacia adentro, es el futuro y el afuera lo que nos asalta, como ocurre en estos días de recesión económica. Las políticas de la memoria, al igual que las políticas de la identidad, generan un fuerte daño emergente pues nos enfrentan en lugar de unirnos. Pero implican además un enorme lucro cesante ya que mientras hacemos unas cosas no hacemos otras, no hacemos los deberes en economía, en justicia, en educación, en innovación, en competitividad, en presencia exterior. ¿Queremos arreglar el pasado con aquelarres para hacer una imposible justicia a nuestros abuelos, o deseamos encaminar el futuro de nuestros hijos y nietos? «La guerra vuelve estúpido al vencedor y rencoroso al vencido», decía Nietzsche. Ya cometimos el primer error; no caigamos ahora en el segundo.
Emilio Lamo de Espinosa
Catedrático de Sociología, Universidad Complutense de Madrid, Sociología del Conocimiento
http://www.ucm.es/info/eurotheo/sociologia/spain/emilio_lamo.htm
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