Tiene la mirada cálida y la sonrisa franca, el gesto amable y la decisión de una mujer de Estado. Doña Sofía cumple setenta años, y mantiene de aquella joven princesa griega que llegó a España el corazón sincero y la determinación que volcó los recelos iniciales de un pueblo por el cariño incondicional a alguien que la gente siente casi como de su familia. La hemos visto llorar, reír, con los grandes líderes mundiales y con los más necesitados. La hemos visto entregada a su papel de madre, al de abuela, pero sobre todo volcada como Reina de todos los españoles. Cuando es madre, nunca pierde del todo su aura de Reina, y cuando toca ser ésta, no abandona el candor de la maternidad.
Setenta años en los que se ha convertido en testigo fiel e infatigable de la Historia de España, de la historia del cambio, siempre al lado del Rey, siempre en su papel, sobria, austera y cercana. Su carácter, sus formas y sus aficiones se cuajaron en una infancia y juventud nada fáciles y en el calor, eso sí, de una familia encabezada por el Rey Pablo I de Grecia y la Reina Federica, quienes en principio determinaron llamarla Olga. El clamor del pueblo griego por el nombre de Sofía hizo a sus padres cambiar de idea. Con apenas tres años comenzó el exilio al que se vio obligada su familia por la Guerra Mundial, un destierro que se inició en Creta, siguió en Alejandría y, pasando por El Cairo, acabó en Ciudad de El Cabo, en Suráfrica. Tras su vuelta a Grecia en 1946, Sofía Margarita Victoria Federica Schleswing-Holstein Sonderburg Glucksburg, que es su nombre completo, es enviada al internado alemán de Salem, donde permaneció otros cinco años.
Con la mayoría de edad trabajó dos años como enfermera en un orfanato en Atenas y comenzó estudios en dos de sus grandes pasiones: las Bellas Artes y la Arqueología, además de profundizar en la puericultura. Esas aficiones la seguirán desde entonces toda la vida, llegando a tener una profunda amistad con grandes artistas como Yehudi Menuhim o Rostropovich. Pero ese amor por las cuestiones clásicas no la alejó de realidades musicales distintas, como los Beatles, a quienes admira, o los Rolling Stones, que también escuchaba con gusto.
Su camino hacia el Reinado de España comienza en 1954. Lejos de sus expectativas, Doña Sofía da los primeros pasos sin saberlo en esa dirección en un crucero por las islas griegas que organizó su madre con gran parte de la joven realeza europea, en el que también estaba Don Juan Carlos. Aquel viaje no supuso nada en su futura relación, pero seis años después ya sabía cada uno quién era el otro cuando coincidieron en la fiesta de los duques de Wüttemberg en Sttutgart. No fue hasta unos meses después, en Londres, durante la boda de los duques de Kent, cuando el protocolo, que les colocó juntos, llevaría al comienzo de una relación que dura hasta hoy.
Desde el principio la Reina sintió una profunda admiración por «Juanito». Le sorprendía que mantuviera siempre una actitud tan tranquila y positiva pese a las circunstancias en las que se desenvolvía su vida y la incertidumbre de su futuro. En su biografía, Doña Sofía reconoce que «me di cuenta de que era un hombre con una hondura que no sospechaba». Su matrimonio tuvo lugar en Atenas en 1962, por el rito ortodoxo y el católico, religión que profesan los Reyes en la actualidad y en la que educaron a sus hijos. El cariño del pueblo griego por su princesa se trasladó enseguida a su esposo, que llegó a confesarse emocionado por lo que vio tras salir de la catedral ateniense de San Dionisio.
Desde entonces, Don Juan Carlos y Doña Sofía se instalan en la Zarzuela. En 1963 nace Elena, su primogénita; en 1965, Cristina, y tres años después, Felipe, el Heredero y su «ojito» derecho. Poco a poco, la futura Reina iría calando entre los españoles, más aún en los años convulsos del final del franquismo. Tras el nacimiento de sus tres hijos, las Cortes nombran a Don Juan Carlos «sucesor a título de Rey» y comienzan a viajar dentro y fuera de España como Príncipes. Dos días después de la muerte de Franco, la princesa nacida en Grecia se convierte en Reina, y España, de la mano de su Rey y con el apoyo incondicional y silencioso de Doña Sofía, comienza a andar hacia la democracia.
No fueron tiempos fáciles. Quizá por eso el Monarca la definiría ante Juan de Vilallonga como su «compañera de viaje», «la mejor consejera» y una «gran profesional». Durante la noche del 23-F, estuvo permanentemente al lado de su marido, animándole y ayudándole en todo lo necesario. Eso después de la primera vez que los españoles vieron llorar a su Reina, tras la muerte de su madre, y seis días de veto por parte del Gobierno griego para que sus restos descansaran junto a los de Pablo I. Luego vinieron otras lágrimas, tan sinceras como ésas: la muerte de Don Juan, su suegro; el funeral por los 62 militares muertos en el Yak- 42 y la misa por los 192 muertos en los atentados del 11-M. Quizá su rostro desolado y su abrazo a las familias supuso el único consuelo de España en esos terribles días. Su sincero dolor era el de los españoles, y eso identificó aún más a los ciudadanos con su Reina.
Como su faceta solidaria humanizó a la Monarquía española mucho más que a otras coronas europeas, el nacimiento de sus nietos, ocho, la hizo aún más familiar. Hoy cumple 70 años. Lo celebra en la intimidad, sencilla, humana, cálida, Reina, madre, abuela, española de pura cepa.
Setenta años en los que se ha convertido en testigo fiel e infatigable de la Historia de España, de la historia del cambio, siempre al lado del Rey, siempre en su papel, sobria, austera y cercana. Su carácter, sus formas y sus aficiones se cuajaron en una infancia y juventud nada fáciles y en el calor, eso sí, de una familia encabezada por el Rey Pablo I de Grecia y la Reina Federica, quienes en principio determinaron llamarla Olga. El clamor del pueblo griego por el nombre de Sofía hizo a sus padres cambiar de idea. Con apenas tres años comenzó el exilio al que se vio obligada su familia por la Guerra Mundial, un destierro que se inició en Creta, siguió en Alejandría y, pasando por El Cairo, acabó en Ciudad de El Cabo, en Suráfrica. Tras su vuelta a Grecia en 1946, Sofía Margarita Victoria Federica Schleswing-Holstein Sonderburg Glucksburg, que es su nombre completo, es enviada al internado alemán de Salem, donde permaneció otros cinco años.
Con la mayoría de edad trabajó dos años como enfermera en un orfanato en Atenas y comenzó estudios en dos de sus grandes pasiones: las Bellas Artes y la Arqueología, además de profundizar en la puericultura. Esas aficiones la seguirán desde entonces toda la vida, llegando a tener una profunda amistad con grandes artistas como Yehudi Menuhim o Rostropovich. Pero ese amor por las cuestiones clásicas no la alejó de realidades musicales distintas, como los Beatles, a quienes admira, o los Rolling Stones, que también escuchaba con gusto.
Su camino hacia el Reinado de España comienza en 1954. Lejos de sus expectativas, Doña Sofía da los primeros pasos sin saberlo en esa dirección en un crucero por las islas griegas que organizó su madre con gran parte de la joven realeza europea, en el que también estaba Don Juan Carlos. Aquel viaje no supuso nada en su futura relación, pero seis años después ya sabía cada uno quién era el otro cuando coincidieron en la fiesta de los duques de Wüttemberg en Sttutgart. No fue hasta unos meses después, en Londres, durante la boda de los duques de Kent, cuando el protocolo, que les colocó juntos, llevaría al comienzo de una relación que dura hasta hoy.
Desde el principio la Reina sintió una profunda admiración por «Juanito». Le sorprendía que mantuviera siempre una actitud tan tranquila y positiva pese a las circunstancias en las que se desenvolvía su vida y la incertidumbre de su futuro. En su biografía, Doña Sofía reconoce que «me di cuenta de que era un hombre con una hondura que no sospechaba». Su matrimonio tuvo lugar en Atenas en 1962, por el rito ortodoxo y el católico, religión que profesan los Reyes en la actualidad y en la que educaron a sus hijos. El cariño del pueblo griego por su princesa se trasladó enseguida a su esposo, que llegó a confesarse emocionado por lo que vio tras salir de la catedral ateniense de San Dionisio.
Desde entonces, Don Juan Carlos y Doña Sofía se instalan en la Zarzuela. En 1963 nace Elena, su primogénita; en 1965, Cristina, y tres años después, Felipe, el Heredero y su «ojito» derecho. Poco a poco, la futura Reina iría calando entre los españoles, más aún en los años convulsos del final del franquismo. Tras el nacimiento de sus tres hijos, las Cortes nombran a Don Juan Carlos «sucesor a título de Rey» y comienzan a viajar dentro y fuera de España como Príncipes. Dos días después de la muerte de Franco, la princesa nacida en Grecia se convierte en Reina, y España, de la mano de su Rey y con el apoyo incondicional y silencioso de Doña Sofía, comienza a andar hacia la democracia.
No fueron tiempos fáciles. Quizá por eso el Monarca la definiría ante Juan de Vilallonga como su «compañera de viaje», «la mejor consejera» y una «gran profesional». Durante la noche del 23-F, estuvo permanentemente al lado de su marido, animándole y ayudándole en todo lo necesario. Eso después de la primera vez que los españoles vieron llorar a su Reina, tras la muerte de su madre, y seis días de veto por parte del Gobierno griego para que sus restos descansaran junto a los de Pablo I. Luego vinieron otras lágrimas, tan sinceras como ésas: la muerte de Don Juan, su suegro; el funeral por los 62 militares muertos en el Yak- 42 y la misa por los 192 muertos en los atentados del 11-M. Quizá su rostro desolado y su abrazo a las familias supuso el único consuelo de España en esos terribles días. Su sincero dolor era el de los españoles, y eso identificó aún más a los ciudadanos con su Reina.
Como su faceta solidaria humanizó a la Monarquía española mucho más que a otras coronas europeas, el nacimiento de sus nietos, ocho, la hizo aún más familiar. Hoy cumple 70 años. Lo celebra en la intimidad, sencilla, humana, cálida, Reina, madre, abuela, española de pura cepa.
Diego Mazón
www.larazon.es
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