Quizá lo más triste del (pen)último esperpento garzoniano, esa fúnebre tragicomedia de tumbas a medio abrir y difuntos a medio procesar, sea la constatación de que, en su obcecación autista por un concepto personal y adánico de la Justicia, el juez parece haberse olvidado del Derecho. En su compleja personalidad rasgada, capaz de arrebatos sublimes de coraje y de delirios ofuscados de sectarismo, lo único claro es la presencia dominante de un ego que ha terminado por aplastar cualquier vestigio de la ponderación que se supone a quien pretende administrar una virtud que al fin y al cabo consiste en discernir con ecuanimidad más allá de los prejuicios. A Garzón le ha poseído un furor mesiánico, una quimera visionaria que le lleva a considerarse en posesión exclusiva de una verdad unívoca, a despecho de la doctrina, de la lógica, de la experiencia e incluso de la ley. De repente ha dado en concluir que todo el mundo, los políticos, los historiadores, los fiscales, los legisladores y hasta los otros jueces, además de gran parte de los ciudadanos, están presos de una suerte de interesada alucinación colectiva que nubla su entendimiento y les impide apreciar la iluminada razón que sólo él atisba con clarividencia privilegiada. Y cuando se ve obligado por la realidad a desistir de un empeño extravagante que le ha llevado sin empacho a la pintoresca diligencia de comprobar personalmente el estado de defunción de Franco, se retira murmurando en una ristra de folios de prosa confusa su convicción de hallarse imbuido de una Verdad mayúscula y revelada que ha de tragarse por imperativo superior, como Galileo musitaba en voz baja la orgullosa certeza de su descubrimiento esencial.
Produce un poco de pena ver enredado en su laberinto de ensimismada soberbia a un hombre tan brillante, al que le falta sin embargo el rasgo supremo de la sabiduría, que ya los clásicos enseñaron que consiste en conocer el límite de la propia estima. Al perder ese apoyo fundamental de la conciencia de sí mismo, Garzón ha caído en un vértigo quijotesco y obsesivo, una reconcentrada subjetividad fundamentalista que le empuja a impugnar el Derecho vigente como fruto de un error primigenio y global que únicamente a él le ha sido dado apreciar. Y así cuestiona la Constitución, la ley de amnistía, el orden penal, las reglas de la convivencia, erigiéndose en legislador unipersonal esclarecido por la sola fuente de su ardor justiciero y la acción flamígera de su impulso atropellado. En el fragor de su vehemencia ni siquiera percibe los ribetes no poco estrafalarios de la ficción presuntamente jurídica que ha construido, piadosamente contestados por la Fiscalía y la Sala con rigor procesal, y ofrece la impresión extraviada de un hombre de leyes que ha dejado de creer en cualquier ley que no emane de su convicción obstinada. Quizá ya esté de más en esa magistratura que acaso considere pequeña para su misión redentora; pero debería al menos ser consciente de que el balance más patético de su aventura desquiciada no es tanto el alivio de los nostálgicos franquistas como el de ciertos veteranos de la resistencia, estremecidos ante la posibilidad eventual de que, en sus manos, la causa contra el dictador hubiese podido acabar, como otras precedentes, archivada por falta de pruebas.
Ignacio Camacho
www.abc.es
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