Se señala, y es verdad, la insustituible labor de Don Juan Carlos en el desmantelamiento de las asfixiantes estructuras franquistas y su decidido impulso -denominado justamente el «motor del cambio»- a la Transición política. Se afirma, y es cierto, su escrupuloso cumplimiento de las competencias asignadas en una Monarquía parlamentaria vertebradora del régimen constitucional instaurado en 1978. Pero no podemos ni debemos desconocer el relevantísimo quehacer de Doña Sofía, siempre al lado de Don Juan Carlos. No se puede comprender la Presidencia de George Washington sin su esposa, Martha Dandridge Custis. No se puede comprender tampoco el Reinado de Don Juan Carlos sin la presencia de Doña Sofía. De ella podemos afirmar con Víctor Hugo, que «cuando todo se vuelve pequeño, ella permanece grande».
Por tanto es secundaria la escasa atención que los constituyentes brindaron, expresa o tácitamente, a la figura de la Reina consorte en nuestra Carta Magna. Ésta se limita explícitamente -en su artículo 58- a hacer una mención a la «Reina consorte o al consorte de la Reina», quienes «no podrán asumir funciones constitucionales, salvo lo dispuesto para la Regencia». Se trataba de evitar intromisiones y duplicidades en las atribuciones del Monarca. Se consagraba pues la interdicción de las competencias de la Reina consorte y la indisponibilidad de las competencias regias. Es decir, la preservación de un unitario ejercicio del officium regis, esto es, del difícil y complejo oficio de Rey. De aquí también que el mandato -artículo 32.1- por el que «El hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio con plena igualdad jurídica», sufre las lógicas excepciones relativas a los estrictos cometidos constitucionales de unos y otros. Un caso, por lo demás, el de la Regencia -dada la mayoría del Príncipe de Asturias- que el decurso del tiempo ha hecho inaplicable. Doña Sofía no ha tenido que desempeñar un papel semejante al de María Cristina de Borbón durante la minoría de edad de Isabel II, o de María Cristina de Austria hasta la mayoría de Alfonso XIII. Finalmente, la Constitución prevé implícitamente su participación en el supuesto, también hoy sin objeto, de la Tutela por minoría de edad (artículo 60).
Ahora bien, los ingleses saben que la comprensión de las instituciones no se agota en las tasadas funciones consagradas en la Constitución y en las leyes. La Política se halla vinculada a las prácticas, convenciones y costumbres de quienes ostentan los poderes políticos, pero también por quienes se encuentran cerca, y hasta disfrutan de ascendencia, entre los titulares de los órganos constitucionales. Y aquí la acción de Doña Sofía ha sido destacada, como diaria alter ego de Don Juan Carlos, en tanto que permanente consejera y fiel esposa (en la estela de Bárbara de Braganza). Y, por supuesto, en el papel de madre de Don Felipe, como Heredero de la Corona (en la línea de María de Molina). Acertaba Tomás Villaroya, al entender que «sólo el Rey es el Jefe del Estado dotado de poderes constitucionales: es necesario evitar intromisiones que puedan resultar molestas y suscitar recelos y aún animadversión»; pero al esgrimir simultáneamente, que «la Reina consorte no está despojada de toda posibilidad de influencia. La situación privilegiada no le prohíbe las sugerencias y consejos en sus conversaciones privadas; al contrario, dentro de la natural discreción, puede expresar el parecer que le merecen los negocios públicos y aún es conveniente que tenga conocimiento de ellos. Conviene que tenga alguna noticia de la vida política para participar en las preocupaciones del marido, para aconsejarle con exquisita prudencia».
Pero siendo ello cierto, la observación de la realidad nos lleva más allá. Doña Sofía lleva ejerciendo -disquisiciones de habilitación dogmática jurídica al margen- un amplio elenco de acciones que institucionalizan, exteriorizan y se integran en la Jefatura del Estado. Un ámbito donde, en una interpretación atinada de la realidad, las prácticas y convenciones constitucionales complementarias de la letra de la Constitución -las denominadas praeter Constitutionem- ocupan un lugar preferente.
¿Cuáles han sido dichos cometidos? ¿Cómo se han materializado? Las funciones más sobresalientes desarrolladas por Doña Sofía han sido de dos clases. Las primeras, de carácter simbólico. El artículo 56.1 de la Constitución dispone que «El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia...». Pues bien, en los tradicionales aspectos simbólicos de la Monarquía, su labor ha sido de primer orden. Una acción simbólica añadida a la dimensión integradora de la realidad social y política por la Corona. La segunda, de naturaleza representativa. La Reina ha ejercido en infinidad de ocasiones, tanto dentro del territorio nacional como fuera de nuestras fronteras, como la mejor embajadora de la Corona y del Estado español. Sin olvidar, particularmente, su preocupación por el medio ambiente, la atención a los más débiles, su cercanía a los discapacitados, su interés por los problemas de la drogadicción, el cariño hacia los niños y su solicitud por la educación y la cultura. Unas tareas en las que llama la atención su naturalidad: «La Reina está dentro de la ceremonia pero por su tranquilidad y dominio de la situación parecería indicarnos que todo lo observa desde fuera».
Sin embargo, aparte de dichas reflexiones constitucionales, o de su profesionalidad tan traída periodísticamente, la cualidad que yo resaltaría es otra: ¡Doña Sofía es una gran española! Un caso de patriotismo adquirido, de mayor mérito si cabe -afirma bien Feliciano Barrios-, que el patriotismo de nacimiento. Así, cuando se pregunta a Doña Sofía si es griega, contesta con corrección, no exenta de firmeza, que ella es total y únicamente española. Doña Sofía ha asumido los dictados del artículo 6 de la Constitución de Cádiz: «El amor de la Patria es una de las principales obligaciones de todos los españoles». Y lo ha hecho sin estridencias, sin vanagloriarse, ni sobresaltos ni atropellos. Con capacidad, discreción y elegancia. A veces, como la Penélope de Homero, tejiendo y destejiendo. En otras ocasiones, como en la cubista pintura de Fernand Léger, La couseuse, hilvanando y cosiendo los más sólidos hilos. Pero siempre, como La Encajera de Vermeer, la Reina actúa con dedicación y esmero. En suma, es la primera de nuestras Hilanderas velazqueñas. Doña Sofía ha sabido, en fin, encarnar el tacto y la inteligencia pedidos a los consortes de los Reyes por Die y Mas en sus Nociones de Derecho civil de las Familias Reales. Matrimonio de Reyes y Príncipes: «no debe aspirarse a ejercer ningún poder por sí mismo y debe rehuirse toda actitud que suponga ostentación; pero debe ser de ayuda, estímulo y, en definitiva, consejero confidencial». Ha seguido, en suma, los mejores ejemplos: el del Príncipe Alberto, marido de la Reina Victoria de Inglaterra, o el de la reseñada María Cristina de Austria.
Emanuel Schikaneder escribió para Mozart el libreto de La flauta mágica, un canto al poder transformador de la bondad humana. En el primer acto, Pamina y Papageno, dos de sus protagonistas, cantan que «todo ser humano que siente cualquier forma de amor, posee también un buen corazón». Doña Sofía es, también, esa mujer que sabe transmitir confianza y serenidad. Y, sobre todo, esperanza. Una llamada a lo mejor de nosotros que nos recuerda al personaje de Portia, la protagonista de El mercader de Venecia de Shakespeare, que restablece la cordura a través de la realización de lo justo: «la propiedad de la clemencia es... dos veces bendita: bendice al que la concede y al que la recibe». La Reina es, como en la creación del dramaturgo de Stratford-upon-Avon, cortés y clemente. Aunque hablando de una mujer que es y se siente española no hay como los versos de Antonio Machado para festejar su aniversario: «Vive quien ha vivido». Doña Sofía habita ya en la mejor historia moderna de esta España constitucional. En la más hermosa, la más genuinamente compartida y la más auténtica.
Pedro González-Trevijano
Rector de la Universidad Rey Juan Carlos
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