quinta-feira, 27 de novembro de 2008

La estatua de sal

Quizá alguien algún día tenga que decir que hubo un tiempo extraño en que este país se empeñó en meterle marcha atrás a la Historia, y en vez de enfrentarse al futuro se puso a desandar el camino en busca de las huellas ya casi borradas de sus peores demonios. Fue chocante, escribirá algún historiador perplejo: cuando al fin parecía que España había logrado enterrar sus fantasmas de odio se desató de nuevo una pasión retroactiva de desquites, rencores y trincheras.

El viejo encono banderizo, esa triste exaltación fanática que maniata nuestra convivencia y nos despeña en un abismo de tumbas sin héroes. La maldita herida del tiempo, el siniestro estigma de Caín.

Será difícil que quien mire estos días dentro de unos años entienda este repentino fragor estéril de reproches históricos, esta recidiva de ardor guerrero crecido en el túnel oscuro de una tragedia superada. De repente, otra vez, las sombras de milicianos fusilando monjas y de falangistas paseando maestros en la madrugada, el hedor de las fosas semiabiertas, el eco pastoso de la sangre, la inútil competencia de la memoria encarnizada del crimen. Todo evocado por gentes nuevas, crecidas bajo el orden esperanzado de una democracia fértil, que de golpe sintieran el impulso de ajustar cuentas postizas con un pasado que por fortuna no vivieron, pero que desde el fondo de un vértigo ideológico parece reclamarles una especie de desdichada expiación retrospectiva.

Lo paradójico es que el clima de libertad que ampara ahora esta especie de enmienda histórica fue posible precisamente gracias a la generosidad de un pacto para erradicarla. Un acuerdo colectivo para no mirar atrás, hacia donde sólo había un yermo moral de vergüenza mutua, permitió el renacimiento de una nación joven dispuesta a librarse del lastre de una secular ruina.

Ni siquiera hubo que absolver nada; simplemente se renunció a la culpa, a la herencia de un legado de cenizas y escombros. Veinte mil libros -el dato es de Juan Pablo Fusi- sobre la República, la guerra y el franquismo prueban que ni siquiera fue preciso apelar al olvido.

Y ahora sobreviene, cargado de presagios ominosos, este dislate de memorias arrojadizas que nublan el presente con una bruma funeral, este torcido revisionismo trincherista que vuelve a contar muertos sobre muertos y agravios sobre agravios para reagrupar prescritas responsabilidades sobre dos realineados bandos hemipléjicos. Este tardío sinsentido de heridas reabiertas sobre la sangre antigua ya coagulada por la paz, la piedad y el perdón.

Todo empezó porque alguien creyó que le debía algo a un abuelo y activó una sesión de macabro espiritismo político que removió el polvoriento recuerdo de muchos miles de abuelos arrastrados por el arrebato ancestral de la sangre. Ese error descomunal del retroceso expiatorio ha reabierto los viejos armarios donde permanecían guardados bajo llave los espectros de un prolongado fracaso. Cuando la Historia vuelva a juzgar este necio debate de fantasmas será implacable con la evidencia recurrente de una nación que se bloqueó a sí misma, como una moderna estatua de sal, por girarse sobre su destino en busca de una maldición de la que ya se había desembarazado.

Ignacio Camacho
www.abc.es

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