Recientemente, el profesor Benjamin Barber, autor del libro Strong Democracy, acudió al programa de John Stossel en la Fox para honrar la memoria y las ideas de Milton Friedman, autor del célebre alegato pro libre mercado Libertad de elegir, publicado por vez primera en 1980. |
Pero Barber criticó las ideas de Friedman y afirmó que lo mejor no es el socialismo ni el capitalismo, sino la democracia, es decir, un sistema en que las decisiones se toman a través de procesos electorales de voto secreto, no en los despachos de los gerentes de las grandes corporaciones.
Al mismo programa acudió David Boaz, del Cato Institute, quien defendió la posición de Friedman y añadió que, como no existen ni el socialismo ni el capitalismo puros, lo que debemos hacer es estudiar los resultados de los sistemas realmente existentes. Corea del Norte, Cuba y Venezuela –y, ayer, la URSS– no son sistemas socialistas puros, pero se acercan lo suficiente para servirnos como referentes de esa tipo de economía política, de la misma manera que Estados Unidos, Kong, Hong y la antigua Alemania Occidental nos sirven para comparar, estudiar y evaluar el capitalismo de libre mercado.
La democracia ofrece algo relativamente nuevo en la historia de la humanidad: la participación popular en la toma de decisiones políticas. Y esto es algo tan positivo que a veces no reparamos en los riesgos que conlleva este sistema. En ciertas ocasiones, la mayoría puede ser más despiadada que un rey o que un dictador.
Las mayorías no suelen tratar a las minorías con justicia; todo depende del alcance y los límites que se ponga a la política. El poder de la mayoría se puede limitar a la toma de decisiones relacionadas con determinados temas. Por otro lado, el método democrático permite el uso de expertos que comprenden los problemas actuales mejor que el grueso de la población. Una democracia exacerbada puede ser tiránica, si la mayoría aprovecha su posición en perjuicio de minorías e individuos.
Si el gobierno se apartara de los asuntos económicos de la misma manera que se aparta de las cuestiones relacionadas con la religión y el periodismo, no habría gran problema con el poder empresarial, como no lo hay con el poder universitario o con el poder de cualquier otro grupo de ciudadanos unidos por intereses comunes.
Las grandes corporaciones no son malas. Lo malo es que las grandes corporaciones se metan en la cama con los políticos para conseguir ventajas. Pensemos, por ejemplo, en los recientes rescates financieros de Washington: los recibieron los grandes y poderosos, no los chiquitos y débiles.
Las grandes compañías siguen siendo agrupaciones de gente, y cuando se respeta el Estado de Derecho da igual el tamaño de una compañía, ya que su éxito o fracaso depende solamente de su capacidad de ofrecer mejores productos y servicios al consumidor, a precios competitivos.
© AIPE
TIBOR R. MACHAN, profesor de Chapman University (California).
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