La crítica a una investigación histórica no se debería hacer desde esa mezcla de suficiencia y pasiones pseudo-políticas que caracterizan a la izquierda española.
Tengo que reconocer que los críticos han sido generosos con mi producción historiográfica. Me gustaría hacer llegar mi agradecimiento a muchas personas que me han apoyado y se han hecho eco de mis investigaciones o han facilitado la publicación de mis libros y artículos. Pero especialmente estimulantes resultan las referencias que se hacen desde una disidencia con los planteamientos de fondo, como es el caso de un artículo publicado recientemente por Javier Rodrigo, Doctor Europeo en Historia Contemporánea, Profesor Contratado “Juan de la Cierva” (Universidad de Zaragoza) y Profesor Contratado “Ramón y Cajal” (marzo 2010) en la Universidad Autónoma de Barcelona. El trabajo a que nos referimos ha aparecido en “Jerónimo Zurita”, una revista de historia editada por la Institución Fernando el Católico, entidad creada en 1943 y actualmente Organismo Autónomo de la Diputación Provincial de Zaragoza. (RODRIGO, Javier. España era una Patria enferma. La violencia de la Guerra Civil y su legitimación en la extrema derecha española: entre historia, representación y revisionismo. En: Jerónimo Zurita. 2009, 84: 189-230).
Con frecuencia los historiadores nos vemos en la necesidad de someter a crítica el trabajo que otros compañeros de profesión han realizado. Lo hacemos en primer lugar para comprobar si estas nuevas aportaciones al acervo bibliográfico o documental son de utilidad para nuestras propias investigaciones y determinar mejor los campos en los que todavía se pueden hacer avances de interés para el conocimiento del pasado. Esta crítica sirve también para alertar a otros acerca de lo mismo y resulta especialmente útil cuando, en circunstancias como las que actualmente se dan en España, la oligarquía política está haciendo un uso de la historia al servicio de sus intereses.
Un artículo de Javier Rodrigo
No parece éste el caso de Javier Rodrigo quien, desde un Proyecto de Investigación del Ministerio de Ciencia e Innovación, se ocupa de mis obras al tiempo que prodiga las descalificaciones no sólo a su contenido sino a mi propia consideración intelectual. Sorprende que Javier Rodrigo se prestara a debatir en un programa de televisión de CNN+ con alguien como yo a quien atribuye «una impactante superficialidad argumentativa, una carencia casi total de formación teórica, una arrogante autosuficiencia (que le lleva a utilizar argumentaciones «irrebatibles» o que dan «por zanjada la cuestión»), una pobreza historiográfica casi total (piensa que la «represión» de una y otra retaguardia se puedan «enjuicia[r]») y, por fin, un empirismo de corte, eso sí, presentista y destinado a combatir a los «promotores de la memoria histórica [sic]», que se han «volcado con toda su artillería [sic] sobre lo ocurrido en la posguerra olvidando y silenciando que después de la guerra se juzgaba en un buen número de casos por delitos concretos» (id.: 258, repetido textualmente en Martín Rubio, 2008: 167)» (RODRIGO, ob.cit., 2009, 218). Debe ser que a Rodrigo le gusta rivalizar con los más ignaros para que así resplandezca con mayor claridad la solidez de sus argumentos.
En este contexto habrá que entender el resto de las citas de unos trabajos que, tal vez, solamente merecen la atención del Doctor Rodrigo como ejemplo —fácilmente descalificable para él— de lo que considera la “extrema derecha española”, apelativo en el que se engloba a un grupo tan variopinto de historiadores que basta para comprobar la escasa solidez intelectual de los proyectos subvencionados por los Ministerios de ZP. Que Rodrigo no comparte mi argumentación es algo que se deduce fácilmente de sus afirmaciones pero no por ello quedan justificadas las objeciones que hace; evidentemente no entro en aquéllas que se limitan a expresar su discrepancia sino en aquellas otras que, por la apariencia de rigor que le da el manejo de unas cifras, pueden causar confusión al lector. Tal es el caso de la siguiente afirmación:
«Cuando señalaba que «la represión republicana causó menos víctimas en números absolutos pero la cifra fue, proporcionalmente, mayor que la de la represión nacional [sic]». Martín Rubio defiende esa idea señalando que paulatinamente los territorios republicanos fueron menores con las conquistas territoriales franquistas, lo que incrementaría el porcentaje de víctimas en relación con la población total. Pero no tiene en cuenta que la gran mayoría de las muertes ocurrieron en los primeros meses de conflicto, antes de las grandes conquistas territoriales. Otro argumento, por otra parte, que descalifica sus conclusiones radica en que mientras da por buenas las cifras aportadas por las investigaciones regionales (como en los casos de Huesca o Teruel), a la hora de contrastar las cifras de muertos con los totales de población utiliza las del Instituto Nacional de Estadística aportadas por Salas Larrazábal, lo que evidentemente reduce los índices de incidencia de la represión, al ser estas considerablemente menores (Martín, 1997: 374-377)» (RODRIGO, ob.cit., 2009, 210-211).
Notables diferencias en el territorio controlado por cada bando
Apenas vamos a perder tiempo en demostrar la afirmación que hicimos en 1997 y que Rodrigo transcribe porque basta con ver un mapa con la división de las dos zonas en los primeros momentos de la guerra para constatar que hubo una buena serie de provincias que no llegaron a ser ocupadas por los revolucionarios en 1936, que su dominio sobre otras fue transitorio y parcial geográficamente y que, por tanto, un importante porcentaje de la población española no pudo ser objeto de las prácticas violentas que los frentepopulistas habían declarado con toda franqueza que iban a aplicar sobre los disidentes como habían ensayado de manera anticipada y frustrada en la Revolución de octubre de 1934.
Como, por otro lado, las victorias del llamado Ejército Popular fueron escasas, en pocos lugares pudieron ser aplicados los criterios de depuración y terror de que dicho ejército dio cumplida cuenta en las pocas ocasiones que pudo hacerlo.
La manipulación de las cifras
Ya en un libro editado con anterioridad, Rodrigo explicita la argumentación que se esconde detrás de esta presunta objeción (Cfr. RODRIGO, Javier. Hasta la raíz. Violencia durante la guerra civil y la dictadura franquista. Madrid: Alianza Editorial, 2008. 42-49) por eso nos vamos a detener en las cifras que aduce para sostener su tesis. Esto me parece importante, sobre todo, porque me reprocha —creo que de manera injustificada— haber dado crédito excesivo a las cifras aportadas por las investigaciones regionales, citando el caso de Teruel, del que diremos algo más adelante. Estas son algunas de sus referencias numéricas:
«Sobre la falsedad de la violencia sublevada como reacción a la revolucionaria cabe citar casos como los de Guipúzcoa, una provincia donde la violencia antes de la ocupación militar en septiembre de 1936 había acabado con la vida de 343 personas, y que fue después «liberada» a sangre y fuego y «purgada» por la notable presencia política del nacionalismo católico. Hasta 6.000 personas, entre ellos casi 200 sacerdotes, cayeron bajo las balas ocupantes. Y asimismo, cabe citar el caso de Huelva, donde la hidra de la revolución acabó con 145 personas y la supuesta violencia reactiva se llevó por delante a 5.455 en toda la provincia. O el de Cáceres, una provincia donde las cifras son de 130 muertos a manos revolucionarias y 1.680 a manos contrarrevolucionarias» (RODRIGO, ob.cit., 2008, 44. El dato de Cáceres y Huelva se repite en la página 71).
Argumentaciones semejantes se hacen a partir de datos atribuidos a otras provincias pero basta lo dicho para comprobar la endeble base en que apoya Rodrigo sus elucubraciones. Ignoro dónde fundamenta las cifras que da para Guipúzcoa pero, desde luego superan de manera injustificada a las propuestas por el nada sospechoso Pedro Barruso, quien estima en torno a 500 las ejecuciones para la guerra y posguerra en dicha provincia (BARRUSO, Pedro. Violencia política y represión en Guipúzcoa durante la Guerra Civil y el primer franquismo (1936-1945), San Sebastian: Hiria, 2005).
Delirante la cifra de 200 sacerdotes que se atribuyen a las balas ocupantes cuando fueron 14 los ejecutados por sentencias de tribunales militares con posterioridad a la toma de Guipúzcoa y más de 60 los que cayeron en la zona de las provincias vascas controlada por el Frente Popular y los nacionalistas.
Las cifras de Huelva proceden de Espinosa, alguien que incluye entre las victimas de la represión nacional en Badajoz a Juan Blanco Platón, fallecido «a consecuencia de las lesiones que se originó al caerse de un carro» (como consta en el Boletín Oficial de la Provincia de Badajoz), por citar solamente un ejemplo que nos dispensa de más precisiones y la comparación entre las cifras de Cáceres roza el humor negro: únicamente un municipio de esta provincia (Alía) permaneció en zona frentepopulista desde el verano de 1936 al de 1938 y apenas unas decenas de pueblos del extremo oriental fueron ocupados transitoriamente en los primeros momentos por columnas revolucionarias por lo que cualquier comparación entre las cifras de ambas represiones carece de sentido.
Podemos seguir con el caso de Aragón, que Rodrigo parece conocer bien, pero basta recordar que en otro lugar hemos puntualizado esas cifras que se atribuyen a lugares como Teruel, y que él afirma que yo acepto. Ya Carlos Engel, en un balance de las publicaciones sobre la Guerra Civil a los sesenta años de su final, llamaba la atención acerca de cómo en el trabajo centrado en Aragón se atribuían a la represión nacional víctimas debidas a otras causas:
«El sistema de Solé Sabaté y Joan Villarroya fue, y es, profusamente imitado, pero mientras algunos autores lo hicieron con éxito, en algunos casos, como en el estudio de la represión en Aragón “El pasado oculto”, de varios autores, se han llegado a contabilizar como fusilados por los nacionales los defensores de Codo y de Belchite, los heridos en acción de guerra y los muertos ¡por septicemia!» (ENGEL, Carlos. Sesenta años, ríos de tinta. En: Historia y Vida. 1999, 373: 42-51 La obra a la que se refiere es: CASANOVA, Julián (et al.). El pasado oculto. Fascismo y violencia en Aragón. Madrid: Siglo XXI, 1992).
Llevando a cabo una exploración más detenida de las relaciones nominales que aparecen al final de la obra citada hemos podido comprobar cómo entre las que se presentan como víctimas de la represión nacional en la provincia de Teruel hay 65 que, con toda seguridad, perdieron la vida como consecuencia de la represión republicana o de operaciones militares y otras 105 presentan serias dudas. Esto supone reducir una relación nominal de 1030 a 860, porcentaje muy significativo (16,5%) si se tiene en cuenta que se trata de una segunda edición revisada. Para Rodrigo fueron exactamente 1.005 los arrojados a los pozos de Caudé, en las inmediaciones de la capital turolense, cifra equivalente a los documentados por el equipo de Casanova para el total de la provincia. Su fuente: «cifra hoy conocida debido a que un pastor de la zona contaba los tiros de gracia que se disparaban contra los asesinados» (RODRIGO, ob.cit., 2008, 73)
En el caso de Zaragoza capital, podemos comprobar lo que ocurre si aplicamos el mismo criterio a las muertes que se atribuyen al mes de julio; son un total de 113, de ellas no aparecen identificadas nominalmente 35, por lo que cabe pensar en la existencia de una contabilidad duplicada y 12 son en realidad nacionales fusilados o caídos en acción de guerra. En los meses siguientes se repiten casos semejantes y lo más curioso son 19 vecinos del Barrio de Santa Isabel que aparecen al mismo tiempo en esta presunta lista de represaliados por los nacionales y en una relación de Caídos de la provincia de Zaragoza entregado por la delegación provincial de FET a la Causa General (Archivo Histórico Nacional, Fondos Contemporáneos-Causa General, Leg.1423, Expediente 2). Si a ello añadimos los republicanos que pueden aparecer en estas listas y que en realidad no fueron fusilados sino muertos en acción de guerra y que resultan difíciles de identificar a partir de otras fuentes, cabe poner un serio interrogante sobre las cifras atribuidas a la represión nacional en Aragón por el equipo dirigido por Casanova.
La izquierda necesita un holocausto
Esta distorsión de las cifras demuestra la necesidad que tiene la izquierda de situar la cuestión en el terreno de un genocidio, concepto meta-histórico, de carácter moralizante que hace innecesario pasar a otro debate. Un presunto holocausto, un genocidio provocado por los vencedores de la Guerra Civil serviría para descalificarlos sin paliativos al tiempo que se conecta a la España actual con la presunta legitimidad republicana. Cuantos más anatemas recaen sobre las consideradas fuerzas oscuras del pasado (el Ejército, la Iglesia, la Falange, la derecha…), más se esforzarán los destinatarios de esta propaganda en romper cualquier solidaridad o vínculo afectivo con quiénes son presentados como sus herederos en la actualidad.
El camino para alcanzar este objetivo pasa por reavivar artificialmente la polémica sobre el número de víctimas pretendiendo demostrar mediante la abultada disparidad de las cifras debidas a la represión en los dos bandos que el Gobierno republicano se habría visto desbordado por la actividad de grupos incontrolados mientras que en zona nacional eran las propias autoridades quienes dirigían una acción represiva que adquirió caracteres de exterminio. La conclusión, expresada por Reig Tapia para el caso de Badajoz, se impondría por sí misma: «sangre inocente, ríos de sangre ―en el sentido literal de la expresión― absurdos e inútiles, que empañan todo pretendido idealismo, que enlodan la más sagrada de las causas» (REIG TAPIA, Alberto. Memoria de la Guerra Civil. Los mitos de la tribu. Madrid: Alianza Editorial, 1999. 110).
Ignoro el caudal de sangre que necesitan estos autores para sacar semejante conclusión de la derramada por el Frente Popular entre sus adversarios porque como denunciaba García Escudero: «Que yo sepa, ni uno solo de los partidarios de la causa republicana que deploraron sus excesos, por muy sinceramente que lo hicieran (y no lo pongo en duda ni por un momento), no la negaron por eso justificación. Ni se les pasó por la cabeza hacerlo ¿Es mucho pedir que sean consecuentes consigo mismos cuando consideran la posición del bando contrario?» (GARCÍA ESCUDERO, José María. Historia política de las dos España. Madrid: Editora Nacional, 1976. 1470).
En todo caso, no se piense que vamos a caer en las descalificaciones radicales que Rodrigo prodiga con tanta facilidad. En primer lugar porque inflar unas cifras con algunos miles de víctimas puede demostrar la mayor o menor profesionalidad de quien lo hace, según se trate de una voluntad deliberada de manipulación o de una falta de pericia en el manejo de las fuentes.
Pero, sobre todo, porque la cuestión cuantitativa tiene una importancia relativa y deja intacta la necesidad de llegar a una explicación (no una justificación) de aquella tragedia. Si éste y otros representantes de la historiografía oficial vuelcan su menguada artillería dialéctica sobre mis libros no es por la discrepancia en torno a unas cifras que basta con acudir a las fuentes para fijar en un grado de certeza aceptable. Lo que se trata es de descalificar a un autor desde el punto de vista científico para así poder ahorrarse el debate y la confrontación de ideas en lo que constituye el nudo de la cuestión: la explicación de aquellas muertes.
Historia como arte y como ciencia
Y es que la crítica a una investigación histórica no se debería hacer desde esa mezcla de suficiencia y pasiones pseudo-políticas que caracterizan a la izquierda española cuando adopta planteamientos ajenos a las referencias epistemológicas que caracterizan a la Historia.
El historiador tiene que proceder a partir de un respeto escrupuloso hacia las fuentes a las que hay que hacer objeto de una sana crítica; desde un aprecio espontáneo por aquellos que han escrito del tema antes que nosotros, con un entusiasmo sincero por la verdad que lleva a la reconstrucción lo más fiel posible de los hechos y aportando una interpretación discreta que no busca juzgar sino entender para poder exponer y que renuncia por eso al empleo de ideologías o corrientes filosóficas que ya poseen una explicación a priori.
Solamente así se puede llegar a cultivar la Historia como una peculiar manera de conocimiento que, siendo al mismo tiempo arte y ciencia —por lo que cabe también su cultivo al margen de la tutela estatal—, se convierte en el único modo de conocimiento objetivo de los hechos del pasado.
http://www.religionenlibertad.com
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