Corren malos tiempos para el boxeo. Al menos en España, arrinconado por las artes marciales en los gimnasios, proscrito de los medios de comunicación de masas, ayuno de estrellas, estigmatizado por la babosa mojigatería que impregna todo de prohibicionismo y moralina, al estilo del Libro del Ídem de El País. |
"El periódico –dice el Global– no publica informaciones sobre la competición boxística, salvo las que den cuenta de accidentes sufridos por los púgiles o reflejen el sórdido mundo de esta actividad. La línea editorial del periódico es contraria al fomento del boxeo, y por ello renuncia a recoger noticias que puedan contribuir a su difusión".
Sórdido, sin duda que es. Pero también es la esfera deportiva en la que mejor se ha reflejado la dignidad del luchador, la miseria moral, la corrupción, la desolación de la derrota, la agonía del triunfo, el dolor, la soledad, la gloria. Corren malos tiempos para el boxeo porque son malos tiempos para la contradictoria épica.
Pero hasta hace bien poco todavía fue posible una era dorada de "la ciencia dulce de los moratones", como llamó al boxeo Pierce Egan. En 1960 John Ford rodó una película en la que puso de protagonista, héroe sufriente y altivo, a un personaje impensable en la sociedad racista de los EEUU. El sargento Routledge presentaba a un modelo de negro ejemplar, líder para los de su raza, rebelde y orgulloso a la vez que noble y aristocrático. Ese mismo año, un negro también altivo y rebelde, aunque patán y pendenciero, ganaba la medalla de oro de boxeo, categoría de semipesados, en los Juegos Olímpicos de Roma. Se llamaba (en esa época) Cassius Clay y ya iba camino de convertirse en el más discutido y discutible campeón de todos los tiempos y deportes.
Muchos años después, otro campeón mundial, Larry Holmes, dirá: "Es duro ser negro. ¿Ha sido usted negro alguna vez? Recuerdo que yo lo fui, cuando era pobre". Clay no dejó de ser negro ni un segundo de su vida. Un negro consciente de serlo en mitad de un país segregacionista y en plena eclosión del movimiento de los derechos civiles, con una comunidad negra dividida entre Martin Luther King, Malcolm X y los Panteras Negras, con los velocistas americanos levantando el puño enguantado en el podio de México 1968. Pero su resentimiento hacia la injusticia cometida históricamente con los de su raza también se manifestó como una sui generis relación de odio hacia otros negros boxeadores, a los que sistemáticamente tachaba de "feos" y descalificaba epítetos racistas.
En mitad de esa vorágine política, Clay escogió el camino de la Nación Musulmana, equivalente negro del Ku Klux Klan, y pasó a llamarse Muhammad Ali (no sería el único en abandonar su "nombre de esclavo" y escoger una denominación árabe. Posteriormente, un tal Lew Alcindor quiso ser conocido como Kareem Abdul Jabbar). Manipulado por la organización negra, se convirtió en una gran bestia ¡negra! para los blancos y en un perro de presa temido por los boxeadores negros que no se plegaban a las doctrinas de supremacía negra y enfrentamiento civil que preconizaba la hermandad islámica.
Últimamente se han realizado varios documentales imprescindibles sobre el tipo que volaba como una mariposa y picaba como una abeja (Ali fue también un genio del márketing y de la utilización de la prensa).
Facing Ali (2009), por el que es recomendable empezar, es un documental de Pete McCormack en el que diez de los púgiles que se le enfrentaron le rinden homenaje. Es una panorámica a través de unos rostros devastados por las palizas en el ring pero que hablan con la digna sabiduría de los que saben que es mejor dar que recibir y han conservado una extraña serenidad.
Para apreciar la grandeza de Ali en todo su esplendor hay que vivir el choque de trenes que protagonizó con George Foreman en Kinshasa, el Zaire. Dirigido por Leon Gast en 1996, ganador del Óscar al Mejor Documental, Cuando éramos reyes nos presenta a Ali convertido en el baluarte de la negritud contra lo que más detestaba: el negro integrado en el sistema, patrocinado por los blancos, al que dedicaba su insulto más despectivo: "Tío Tom". Aunque cuando se entrenaba los zaireños le gritaban: "Ali, boma ye" ("Alí, mátalo"), los aficionados al boxeo apostaban más bien por que el matador sería el joven y rocoso Foreman. Pero también decían eso cuando se enfrentó a esa especie de Golem negro que era Sonny Liston...
Sin duda, ha habido tipos con mejor pegada que Clay. Por ejemplo, Joe Frazier. En el documental de la HBO Thrilla in Manila se pasa revista al camino que transformó la amistad de esos dos gladiadores en odio irreductible. Si hasta entonces la chulería, la fanfarronería y el populismo de Ali igual le habían hecho gracia, los insultos y el desprecio con el que le trató, a él, que tanto le ayudó cuando era un apestado por haberse negado a luchar en Vietnam, van a sacar de quicio a Frazier. Pocas veces una cámara cinematográfica ha captado un momento más verdadero, más terrible, que cuando Frazier ve por primera vez su pelea con Ali en Manila en 1975: ahí está la satisfacción rencorosa que le brinda considerarse el desencadenante de los problemas neurológicos de su enemigo.
Frazier venía de perder con Foreman, que lo machacó, y éste a su vez había perdido contra Ali en Kinshasa. Por transitividad, Alí era el gran favorito contra Frazier, al que ya había vencido antes. Surfeando como nunca en una ola de narcisismo elefantiásico y de racismo primario, Ali no se cortó un pelo en llamar a Frazier "gorila", en restregarle un gorila de peluche por las narices en mitad de una rueda de prensa o en usar como sparring a un tipo disfrazado de gorila. A su lado, incluso Maradona parecería un chico formalito y educado, de buenas maneras y boquita de piñón. Que actualmente Ali sea considerado un referente moral en los EEUU y lo sienten en primera fila durante la investidura de Obama mientras Frazier se pudre en unas malolientes habitaciones encima de un gimnasio es otro corolario de la definición de la vida que leímos en Macbeth.
Los catorce rounds –no llegó a disputarse el decimoquinto, ya verán por qué– están disponibles en Youtube. Tras haber descubierto en el documental de la HBO toda la miseria, el sufrimiento, el dolor, tanto físico como espiritual, con que se envolvió el combate comprenderá, aunque no justificará, la sonrisa sardónica con que Frazier alude al párkinson que asola desde hace años al que fue el más locuaz de los boxeadores, que se movía como un bailarín, golpeaba como un martillo pilón y encajaba puñetazos asesinos como si fuera de goma.
Dado lo obtusa y raquítica industria española del DVD, será complicado que encuentre estos documentales en las tiendas. Pero gracias a la red ("God bless Internet", proclaman los raperos palestinos ante la doble pinza del bloqueo israelí y la censura de los barbudos de Hamás) son fácilmente descargables. Porque nunca volverán los días en que RTVE emitía corridas de toros de Miura y combates de Muhammad Ali, el boxeador al que mejor le cuadra lo que escribió Gonzalo Suárez en Paseo por el boxeo y sus alrededores:
Los boxeadores que más me han gustado son los que utilizan la inteligencia en el ring, aunque alguno de ellos dejara de usarla fuera del cuadrilátero. Pero la inteligencia, para mi frustración, se imponía en escasas ocasiones a una contundente pegada... Hay que salir a boxear, no a pegarse. Los golpes vienen solos.
Santiago Navajas
Pinche aquí para acceder al blog de SANTIAGO NAVAJAS.
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