Entrevisté en dos ocasiones a José Saramago. La primera fue en el verano de 1987, en su casa de Lisboa, inundada de luz y amurallada de libros. Luz atlántica que atravesaba murallas de libros: Pessoa, Rilke, historia de Portugal y de España, novelistas del boom hispanoamericano, de los que era un gran lector, narrativa norteamericana (Faulkner, Dos Pasos... ). No le gustaba mucho Capote. Lo recuerdo porque se lo pregunté. Me llamó la atención no encontrar nada suyo, a primera vista. Lo entiendo. Tiene su lógica. El autor de Historia del cerco de Lisboa y el de Plegarias atendidas son de planetas distintos y lejanos.
Yo hacía uno de mis viajes mitomaníacos, en plan prota de Misery. En Londres, un par de años antes, había acosado telefónicamente a Guillermo Cabrera Infante hasta conseguir que me recibiera. Con don José no tuve que insistir tanto, ésa es la pura verdad. A mí me había deslumbrado La balsa de piedra, publicada ese mismo año por Seix Barral. Esa alegoría melvilliana de una Península Ibérica desgajada de Europa y flotante en el Atlántico es lo mejor que ha escrito Saramago. Hay un aliento metafísico muy suyo, que no vuelve a lograr, a pesar de que se aferra a ese cliché que los demás (los críticos, sus necios editores de Alfaguara, que han hecho de Saramago un vulgar predicador totalitario, la harca progre que lo paseaba como un mono de feria...) le han creado. Cuando volvió a intentarlo, en los últimos años, particularmente a partir de Ensayo sobre la ceguera, hizo el ridículo.
Creo que Saramago debería haberse callado después de La balsa de piedra. No pasa nada por escribir sólo uno o dos buenos libros, y luego desaparecer lejos, en Suiza o Abisinia. Miren a Joyce, miren a Rimbaud. En 1986, con 64 años, Saramago ya había escrito una notable tentativa de realismo mágico luso, Memorial del Convento (1982), y dos novelas redondas, El año de la muerte de Ricardo Reis (1984) y la ya citada, La balsa de piedra (1986), su obra magna. Personalmente, si me apuran, habría aguantado hasta Historia del cerco de Lisboa (1989), pero no le paso todo lo que vino después: El Evangelio según Jesucristo, causa de su salida de Portugal y principio de toda la basura posterior, literaria y de la otra.
La segunda vez que lo entrevisté fue en 1991, con motivo de unas conferencias en el Centro Atlántico de Arte Moderno de Gran Canaria. Creo recordar que ya se había establecido en Lanzarote. Seguía persiguiendo la luz, como en su casa de Lisboa, pero el personaje era cada vez más sombrío, más triste, más previsible. Su rostro se había avinagrado. Ya no te recibía a la primera llamada. Había casado con una joven periodista, sectaria hasta decir basta. Ecologistas chupasangres, intelectuales de tanque lleno, arreglamundos de barra de bar y toda esa panda de inútiles de la cultura oficial y subvencionada que salen de las piedras en los páramos provincianos lo habían secuestrado y convertido en un icono de no sé qué púlpitos del pesimismo y la revolución. Ni rastro de la ironía un punto melancólica que yo le había conocido en la conversación lisboeta de cuatro años antes. La Fundación César Manrique lo convirtió en el cuadro más preciado de su colección permanente. Saramago se apagó como los volcanes canarios. Mucho risco, mucha lava seca, todo páramo y matorral. De esos años son los Cuadernos de Lanzarote y toda la porquería predicadora que nos endilgó en sus últimos años.
Por esa época, le dieron el Nobel y lo terminamos de malograr.
Víctor Gago
http://blogs.libertaddigital.com/ld-libros
Nenhum comentário:
Postar um comentário