Monseñor Martínez-Camino recordó el otro día la evidencia: quitar la cruz de la simbología europea, de las escuelas, de las universidades o de los edificios públicos es algo mucho más grave que una profanación a los sentimientos de la inmensa mayoría de los europeos, creyentes o no. Es renunciar al emblema que ha dado sentido a nuestra identidad bimilenaria. ¿Cómo podrán comprender las futuras generaciones el proceso de construcción de Europa sin ese símbolo en el que un judío, Jesucristo, murió sacrificado entre sus aspas?
Ahora se distrae la atención del respetable con eso del burka sí, burka no, y ese no es el problema. Coincido, una vez más, con la opinión de Prada sobre el error que han cometido los populares, secundados dócilmente por los nacionalistas catalanes, sacando adelante esa proposición del Senado para que se impida el uso del burka en las calles. ¿Y por qué no prohibir la barba, las gafas de sol demasiado grandes o la cirugía estética que desfigura el rostro con respecto al que figura en el DNI? Por una vez, y sin que sirva de precedente, coincido con Bibiana Aído: prohibir el burka dificultará todavía más la vida a algunas mujeres musulmanas.
Mis relaciones con la Comunidad judía no es que sean buenas; me considero, además de cristiano, un miembro más de ella. Tantos años de convivencia y luchas comunes dejan un poso indeleble. En el corazón. Y no conozco un solo miembro de la Comunidad judía española que se oponga al crucifijo, pues saben que la cruz les defiende hoy tanto a nosotros como a ellos, cada uno desde su propia identidad. Mientras tanto, Europa, la decrépita Europa que lanza a la policía en Bélgica a profanar cadáveres de obispos, ve en la cruz una cruz para la convivencia, en lugar de ser lo que siempre fue, a pesar muchas veces de los propios cristianos, un símbolo y una realidad de liberación.
Jorge Trías
www.abc.es
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