Si alguien quisiera hacer un auténtico homenaje póstumo a José Saramago, lo primero que debería intentar es ocultar o minimizar su estrechísima vinculación con el totalitarismo comunista. Sin duda, el escritor luso no fue precisamente discreto al exhibir su militancia y su apoyo a la izquierda más radical y, de hecho, dedicó la última parte de su obra literaria a convertir en novela algunos de los más conocidos clichés y prejuicios anticapitalistas de la izquierda más iletrada. Tampoco hace falta echar demasiado la vista atrás para, tras un breve paréntesis tímidamente crítico entre 2003 y 2005, encontrar numerosas muestras de apoyo de Saramago hacia la tiranía castrista.
Pero, pese a las dificultades objetivas que tendría un panegirista para que el público olvidara la estrecha vinculación del portugués con los regímenes autocráticos, bastaría con que el foco de atención se colocara, no en sus desastrosas ideas políticas, sino en valorar la calidad de su obra literaria. En España tenemos sobrada experiencia con esto: al morir Gonzalo Torrente Ballester o Pedro Laín Entralgo, la prensa trató cuidadosamente de no resaltar su antigua militancia con el falangismo.
Sin embargo, para la mayoría de medios de comunicación y políticos nacionales parece que uno de los motivos básicos por los que Saramago merece ser recordado y homenajeado es por su "compromiso político y social" con la izquierda. Regresamos, así, a ese maniqueísmo tan del gusto de los socialistas entre "totalitarismo bueno y totalitarismo malo" que tan sabiamente denunció Revel. Parece evidente que la idéntica prosa literaria que hoy lauda la izquierda sería recibida con indiferencia o desprecio si Saramago hubiese sido un "comprometido" defensor de las ideas nacional-socialistas. En cuyo caso, pues, parece claro que lo que valoran los izquierdistas del luso no es su obra, sino la instrumentalización que hicieron de la misma para avanzar su agenda política en muchos casos abiertamente totalitaria.
El propio Saramago, como abajofirmante de cualquier manifiesto socialista que se le colocara delante, contribuyó sin duda alguna a convertirse en un útil más de la izquierda; y, sobre todo desde la concesión del Nobel, no en uno cualquiera. Pero, aún así, si de alabar a una persona o a un escritor se trata, su cercanía con la agitación y la propaganda de una de las más terribles tiranías del planeta, no debería ser un punto a destacar en su biografía.
No, salvo que, como decíamos, se quiera convertir la muerte de Saramago en su última contribución a la causa política de la izquierda más totalitaria. Es decir, salvo que lo pretendido por sus amigos socialistas sea obviar y despreciar todo aquello por lo que debería ser recordado un escritor para reducir su vida a la de un ariete de la extrema izquierda. Es decir, convertir un certamen literario en un mitin político. No es que estemos seguros de que Saramago hubiese aborrecido un funeral de este tipo, pero en todo caso eso sólo nos daría una razón más para resaltar la deshumanización imperante en una izquierda que muta a los individuos en simples peones del Estado, de la política y de su ideología liberticida.
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