segunda-feira, 21 de junho de 2010

¡Dichosos futboleros!

La anécdota la cuenta Heráclides Póntico y es, con seguridad, apócrifa. Da lo mismo. Lo que enseña es exacto. E intemporal. León, tirano de Fliunte, requiere le presencia del sapientísimo Pitágoras. «¿Cuál es tu arte?», pregunta. «Ninguno», responde el de Samos. Puede que el tirano perciba un cierto tonillo de guasa poco conveniente. Pide aclaración. «Pitágoras le respondió que la vida de los hombres se parece a un festival celebrado con los mejores juegos de toda Grecia, para el cual algunos ejercitaban sus cuerpos para aspirar a la gloria y a la distinción de una corona, y otros eran atraídos por el provecho y lucro en comprar o vender, mientras otros, que eran de una cierta estirpe y del mejor talento, no buscaban el aplauso ni el lucro, sino que acudían para ver y observar cuidadosamente qué se hacía y de qué modo». Voyeurssin interés en nada, salvo el de divertirse ante el risible espectáculo de todo cuanto en los juegos de los hombres reviste máscara solemne. El juego es lo humano menos la máscara. Para el que sabe mirar, no existe un laboratorio más preciso.

Hace como un mes, me sorprendió la incipiente presencia en los balcones de banderas españolas. A diferencia de sitios como Estados Unidos, donde lo raro es no encontrarlas a la entrada de cada casa o comercio, la bandera es aquí —por curiosas patologías específicamente hispanas— objeto a mitad de camino entre el desasosiego y la vergüenza. Así somos. Una semana después, las mismas banderas empezaron a ser mercancía privilegiada en los quioscos de mi barrio. Sospeché una mutación histórica. Al cabo, un amigo me fulminó el enigma: «¿Banderas, dices? Pues claro, hombre, el fútbol, el mundial de fútbol. Pero, ¿en qué mundo vives?». No en éste, eso seguro. Pero tenía él razón: nadie que ignore ese noble juego está capacitado para entender una sola palabra de lo que pasa en el país en que vivimos. Probablemente, tampoco en el planeta, porque el fútbol parece haber acabado por ser lo único que queda de la universalidad del bicho humano.

A mí me han preguntado por mastuerzos sabios en el arte de atizarle a la pelota del Madrid o el Barça en aldeas indonesias ancladas en la edad de piedra, en medio de la selva mexicana, adormilado al sol de una onírica playa de Jamaica, justo después de tragarme una kilométrica alocución alucinada del coronel Gadafi en Trípoli, paseando por el Bucarest devastado justo después de la caída de los Ceaucescu, en un barquichuelo a orillas de cierta isla irreal del Índico… En todas las ocasiones se me puso una cara de gilipollas que movió la conmiseración de mis interlocutores, quienes hicieron siempre emotivos esfuerzos para explicarme la excelencias celestes del tal mocetón pateador de sus amores.

Al principio sonreía yo, con la condescendencia de quien mira desde arriba a esas hormigas humanas que jamás perderán su tiempo descifrando un manuscrito rarísimo del siglo XVII. Con la edad, he ido aprendiendo a aceptar que era yo el cretino.

La realidad es el fútbol. Nosotros, sombras suyas. Sombras, robo político y bancarrota. La realidad, me explicaron el otro día, se llama vuvuzela. O algo así. Ruido ensordecedor, epítome de lo humano. ¡Dichosos futboleros!

Gabriel Albiac

www.abc.es

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