Pensaba haber cumplido con mis deberes de comentarista con el artículo de ayer sobre los Juegos Olímpicos de Pekín. Pero ante el despliegue de la ceremonia inaugural me veo obligado a volver sobre ellos, y sólo encuentro una palabra para describirlos: demasiado. Demasiado grandes, demasiado fastuosos, demasiado exorbitantes, demasiado enormes, tengo que decir, recurriendo al pleonasmo. Un auténtico ejercicio de desmesura. Para impresionarnos, no necesitaban escenificar, a base de hondas humanas, las olas del océano, las nebulosas siderales, la grandiosidad de las cordilleras, la majestuosidad de los desiertos, la arquitectura de las grandes urbes y el galopar del viento sobre las praderas. Como para encender la llama no hubiese sido necesario que el atleta portador de ella recorriese la elipse del estadio colgado de un arnés.
Hubiese bastado que le elevasen hasta el punto de encendido. ¿Y qué me dicen ustedes de la llama sobre el pebetero? Aquello no era una llama olímpica. Aquello era la llamarada que corona la chimenea de unos altos hornos. ¿Y de los fuegos artificiales? Ya sabemos que los chinos inventaron la pólvora y que la cohetería se les da tanto o mejor que comer con palillos. Pero tampoco hacia falta que nos lo demostrasen de esa forma, dejando en ridículo a cuanto pueda venir al respecto en años venideros. Yo creía que todo en Estados Unidos era más grande, y en efecto, lo es comparado con Europa. Pero no había visto todavía lo de china. Un castizo diría «Tíos, os habéis pasao», pero como no sabe decirlo en chino, a ellos les trae sin cuidado. E incluso si se lo dijese en su idioma. Ellos lo único que querían era mostrar lo que puede hacerse en un país de mil trescientos millones de habitantes -cien millones arriba o abajo-, acostumbrados a obedecer y callar.
Me ha recordado el episodio que viví en el Berlín de antes del Muro -finales de los años cincuenta sería- con Kukunsky, corresponsal de Radio Moscú, con quien me llevaba bien. Creía yo ingenuamente que rusos y chinos eran uña y carne, y alabé a estos cuando, ante mi asombro, me advirtió que eran gente peligrosa. «Fíjate -me dijo-, que acompañé a una delegación soviética que iba a montar una fábrica allí. El lugar propuesto reunía las condiciones, pero tenía un defecto: la pequeña colina en medio, y así se lo dijeron nuestros ingenieros. Los chinos no dijeron nada, pero al día siguiente, cuando volvimos al lugar, la colina había desaparecido. ¡Y no tenían maquinaria pesada! Esa gente es de cuidado».
Es lo que deben haber pensado todos los dignatarios presentes en la ceremonia inaugural de los Juegos. China ha irrumpido en el escenario internacional, y viene para quedarse, no precisamente en un puesto secundario. De momento, nos ha obsequiado con los Juegos Olímpicos más monumentales que se hayan conocido. Luego, veremos. Pero si uno tuviera veinte años, tal vez pensara en ir aprendiendo chino.
José María Carrascal
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