terça-feira, 5 de agosto de 2008

El último círculo de Solzhenitsin

La noticia de la muerte de Alexander Solzhenitsin me obliga a renunciar a una fantasía, porque todos tenemos fantasías que acariciamos por múltiples motivos. La mía era tener la oportunidad de conocer a este escritor personalmente, de poder hablar con él, tal vez de entrevistarle para alguna publicación que me facilitara el acercamiento. Aunque nunca hice la menor gestión en ese sentido. Otras experiencias me han invitado a ser prudente con la materia de la imaginación: a pesar de que algunas fantasías parezcan razonablemente factibles, no hay que confiarse. Lo mejor es no forzar su ejecución, dejar que evolucionen al albur y al azar de nuestra mente. ¿Era factible que yo pudiera hablar alguna vez con Solzhenitsin? La idea había prosperado en mi interior a raíz del regreso del escritor a su país natal, en 1994, y ante la falta de información sobre cómo había transcurrido su exilio, más allá de las declaraciones que hacía esporádicamente.
Pero el interés por su obra venía de más lejos, como ya he contado en alguna ocasión. Surgió con la lectura de «Un día en la vida de Iván Denisovich», cuando yo era una estudiante -primeros años setenta- y los problemas que dicha lectura me trajo. Pues la denuncia que el escritor hacía del régimen soviético era tan brutal que difícilmente podía ser compatible con la doxa comunista instalada entonces en las aulas universitarias españolas. ¿Quién decía la verdad?

Ahora su muerte ha sellado la mera posibilidad de seguir viéndole físicamente para siempre. Ahora lo que cuenta es que todos hemos perdido con la desaparición de un intelectual de su envergadura. De su valentía. De su capacidad de comprensión. Un ejemplo: En septiembre de 1971, al hilo de la publicación «Agosto, 1914», Solzhenitsin, el escritor más pirateado de todos los tiempos, y que permanecía en los Urales como maestro depurado, hizo llegar al doctor Hebb, su representante suizo, la siguiente carta: «Hasta me han llegado rumores de que en Occidente hay amantes de las crónicas escandalosas que han expresado sus posiciones ultrajantes para Vd. según las cuales uno sería el verdadero representante de mis obras. Al parecer incluso han actuado contra Vd. Si esos rumores le causan disgusto o manchan su buen nombre, quisiera, querido doctor Hebb, desmentirlos categóricamente en la forma que crea Vd. más oportuna. Estoy dispuesto a declarar públicamente y con todo énfasis que valoro mucho su honradez y sus extraordinarias cualidades como hombre de negocios y que no podría haber elegido un abogado mejor». Cualquiera puede sentirse conmovido ante la honestidad de Solzhenitsin, que se mantiene imperturbable en su fidelidad al doctor Hebb, a pesar de los múltiples fracasos de este último para frenar las ediciones piratas de su obra. Al escritor ruso eso no parecía importarle, le importaban otras dos cosas: que sus libros estuvieran bien traducidos y saber el tipo de editorial que iba a publicarlos. ¿Pero quién se imagina una actitud así en el presente?

La publicación de su primera novela, «Un día en la vida de Iván Denisovich», había dejado al escritor terriblemente expuesto, tanto dentro como fuera de su país. No era, desde luego, el primer libro que denunciaba las fechorías cometidas por el bolchevismo, pero sí fue, en mi opinión, el testimonio que marcó el inicio de su hundimiento histórico. A partir de esa fecha, el comunismo soviético, cuyo desprecio por todo lo que existía en Rusia antes de su llegada puede calificarse de asombroso, no pudo hacer frente a su falta de credibilidad, más que entre una izquierda acéfala, que despreciaba a Solzhenitsin, como si éste fuera un vulgar mitómano, deseoso de atraer la atención sobre sí mismo. Y es que un hombre solo, con su palabra, describiendo los rigores de la vida en un campo de concentración siberiano, había conseguido poner en evidencia la maquinaria destructiva del estalinismo. El asunto del libro es claramente autobiográfico: Iván Denisovich, un joven oficial del Ejército Rojo, como el propio Solzhenitsin, es arrestado en 1945, al volver a la Unión Soviética, después de haber tenido un comportamiento heroico en la batalla de Kursk. El motivo: una ligera crítica a la política estalinística mencionada en una carta a sus familiares de oficial de Artillería Denisovich/Solzhenitsin pasó a convertirse en un despreciable zek (prisionero en un campo de concentración), sometido a las mayores vejaciones. Que el mundo occidental las conociera sería una de sus principales preocupaciones.

El joven matemático (la literatura llegaría más tarde) tenía 27 años cuando de pronto vio mutiladas todas sus expectativas, al verse arrojado al más estricto de los círculos informales. Cualquiera se hundiría en una situación así, pero no Solzhenitsin. Podría decirse que el terror ruso que aniquiló a millones de personas a él le hizo crecer como ser humano, pues le forzó a enfrentarse a sus propios límites. En ese sentido, su literatura testimonial es muy distinta a la de Primo Levi, por ejemplo. Levi consideraba que no era posible la humanidad cuando el hombre queda despojado de sus atributos específicos como tal. Por el contrario, en los relatos de Solzhenitsin cabe la esperanza, la compasión, la solidaridad. Su convicción es que nada puede destruir la dignidad humana, pues es ésta una fuerza inminente que concierne sólo a los hombres; no sólo les concierne sino que los transfigura, de modo que ante cualquier situación es posible la vida verdaderamente humana. Shukov (Ivan Denisovich), por ejemplo, se negará a lamer su plato, como sí hacen el resto de los reclusos. O bien será capaz de compartir un mendrugo de pan y un poco de embutido con un compañero de celda. Dormirá en paz consigo mismo.

Leído ahora, cuando el motivo de aquellas denuncias ha desaparecido, la fuerza de Solzhenitsin sigue en pie. Nada que ver esa fuerza con la «dureza» que Lenin había admirado años antes en un joven caucásico: Iósif Dyugashvili, antiguo seminarista (fue expulsado del seminario de Tiflis en 1899, un año antes de que fuera sacerdote), estudiante de Esperanto (tal vez porque hasta su madurez no llegó a dominar la lengua rusa) y hombre desalmado, más conocido a partir de 1913 por su sobrenombre de Stalin, el «hombre de acero». No hay duda de que Solzhenitsin conocería muy bien, en los años venideros, las dimensiones de aquella dureza que tanto fascinara a Lenin.

Y de nuevo la pregunta: ¿Quién decía la verdad? Ahora sabemos que la verdad siempre estuvo del lado de Solzhenitsin. Su lección no puede ser más clara: el bien y el mal dependen de decisiones humanas y esas formas no existen a priori sino que se desarrollan en cualquier condición, por difícil que sea. Descanse en paz.

Ana Caballé
Profesora de la Universidad de Barcelona

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