Los ochenta y nueve años de vida de Alexandr Solzhenitsyn son un caso extremo de cómo el encarcelamiento y la escritura, la denuncia del totalitarismo y el ensañamiento político, se mezclan en un solo individuo hasta alcanzar una simbiosis total entre la vida sufrida y la creatividad literaria. No hay apenas casos similares en la historia al de este resistente caucásico que, desde 1940, año en que fue enviado al frente, hasta 1994, cuando pudo regresar a Rusia tras veinte años exiliado en Estados Unidos, superó todo tipo de penalidades, incluidos once años en un campo de concentración y una deportación a Alemania por atreverse a cuestionar la censura rusa.
Su ejemplo es el de un autor que maneja la palabra para perpetuar el pasado e iluminar lo más recóndito de la brutalidad política, lo que cristalizó en una colosal obra, la trilogía «Archipiélago Gulag 1918-1956», sobre su experiencia en la cárcel soviética y su testimonio de infinidad de torturas, apoyándose en entrevistas a doscientos veintisiete supervivientes. Y es que su trabajo está invariablemente unido a esa tragedia, que le proporcionó la idea de la novela «Un día en la vida de Iván Denisovich» (1962), un debut tardío pero exitoso que no tendría continuidad, pues enseguida las autoridades soviéticas iban a prohibir sus siguientes libros. Pese a todo, Solzhenitsyn siguió escribiendo sin rendirse; no en vano, estaba más que acostumbrado a crear en la más pura clandestinidad, pues parte de «Archipiélago Gulag» lo había escrito en secreto y en condiciones de extrema pobreza en los años cincuenta y sesenta, hasta que consiguió ver la luz en Francia, en los años 1972, 75 y 78.
El recuerdo de cómo el sistema estalinista destrozó la vida a tantos millones de personas, de cómo la policía secreta acosaba a una población atenazada por los crímenes políticos, de cómo se formaron las huelgas y las revueltas populares, se extienden por «El presidio», «El confinamiento» y «Stalin ya no está». Son los tres volúmenes con los que la historia recordará a un Solzhenitsyn que, más que como narrador –caben destacar sus novelas «El primer círculo», «El pabellón del cáncer» y «Agosto 1914»–, o ensayista –por ejemplo, «Cómo reorganizar Rusia» (1990) y «El problema ruso: al final del siglo XX» (1992)–, se mostró como un portentoso memorialista. Su tono era sobrio y riguroso, rasgos que demostraban cuán de delicado era el material que tenía entre manos, de ahí que su «Gulag», en una nota a la primera edición, lo encabezara con estas palabras: «Dedico este libro a todos los que no vivieron para contarlo, y que por favor me perdonen por no haberlo visto todo, por no recordar todo, y por no poder decirlo todo».
Toni Montesinos
www.larazon.es
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