Evocar la figura titánica de Alexander Solzhenitsyn nos obliga a desprendernos de las categorías ínfimas con que nuestra época suele encasillar a los hombres. Solzhenitsyn no fue sólo un escritor, mucho menos un ideólogo; Solzhenitsyn fue un profeta en la acepción bíblica de la palabra, un «peregrino de las estrellas» -como él gustaba a sí mismo llamarse-que clamaba contra el eclipse moral del mundo; y el mundo, naturalmente, no lo conoció. Pero nadie como él supo mostrarnos los horrores de la conciencia humana privada de su dimensión divina; no sólo los horrores del comunismo, que padeció en sus propias carnes, sino también los horrores de un Occidente que se ha infligido la más pavorosa de las mutilaciones, que es la renuncia al espíritu, en su búsqueda insaciable de bienestar y en su exaltación de una libertad sin más cortapisas que las estrictamente legales. «He pasado toda mi vida bajo un régimen comunista y puedo asegurarles que una sociedad que carece de una escala legal objetiva es efectivamente terrible -afirmaba Solzhenitsyn en una conferencia pronunciada en la Universidad de Harvard-. Pero una sociedad sin más escala que la legal tampoco es digna del hombre. Una sociedad fundada en la letra de la ley y que nunca llega más allá está reprimiendo las más elevadas posibilidades humanas».
Solzhenitsyn vislumbró sagazmente que las sociedades occidentales, entregadas a la idolatría del progreso social y tecnológico, entregadas a la consecución de una felicidad de orden inferior -esto es, carente de un sentido moral-, caminaban sin remisión hacia el desaliento. Vislumbró que una organización humana fundada en la letra de la ley termina adulterando el sentido originario de los derechos humanos, interpretándolos y manipulándolos hasta su desnaturalización; termina, en definitiva, sometiendo la letra de la ley a coyunturales intereses y conveniencias, enmascarados bajo el disfraz de una mayor conquista de libertad. Pero esta libertad sin más límites que la conveniencia humana acaba siendo «una libertad irresponsable y destructiva» que conduce al abismo de la decadencia humana; y la vida organizada con criterios estrictamente legalistas acaba mostrándose incapaz de defenderse contra la corrosión del mal. Tal tendencia, nos recuerda Solzhenitsyn, tiene su origen en cierto «concepto humanista y benevolente según el cual no existe ningún mal inherente a la naturaleza humana». La autonomía del hombre respecto a cualquier fuerza superior se impone como dogma político; y el hombre, inevitablemente, se convierte en un tiranuelo que da la espalda al espíritu y se abraza con entusiasmo al progreso material, convencido de que no existe tarea más elevada que alcanzar la felicidad en la Tierra.
Todavía en el origen de las democracias occidentales, esta búsqueda de felicidad asumía una razón trascendente; todavía los derechos individuales se garantizaban porque el hombre era criatura de Dios; todavía la libertad tenía un fundamento de responsabilidad religiosa. Pero pronto este fundamento se extravió. Y el hombre occidental dio en locura de creer que la libertad le había sido entregada para la satisfacción de sus instintos y deseos; y así, mientras los derechos humanos -convertidos en caricatura de lo que originariamente fueron- se incrementaban en progresión geométrica, el sentido de responsabilidad del hombre ante Dios y ante la sociedad se fue apagando, hasta extinguirse.
Solzhenitsyn anunció proféticamente la emergencia de una conciencia desespiritualizada que hace del hombre imperfecto, con todo su equipaje de crueldad, egoísmo, vanidad y orgullo -porque el mal es inherente a la naturaleza humana-, la medida de todas las cosas. «Hemos puesto demasiada esperanza en las reformas políticas y sociales y sólo para darnos cuenta que hemos sido privados de nuestra posesión más valiosa: nuestra vida espiritual». Y, sin vida espiritual, el hombre está mutilado; tan mutilado que ni siquiera es humano. Solzhenitsyn supo vislumbrarlo desde lejos; y los hombres de nuestro tiempo siguen sin verlo, engolfados en su apetito de libertad y bienestar sin límites. El destino de los profetas siempre fue el mismo; pero su palabra sigue resucitando conciencias, más allá de su consunción física, porque la alienta una fuerza sobrenatural. Descansa en paz, peregrino de las estrellas.
Juan Manuel de Prada
www.juanmanueldeprada.com
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