En «Rebuilding Russia», publicado cuando la Unión Soviética estaba al borde del desplome, Aleksandr Solzhenitsyn escribió que el «despertar de la autoconciencia nacional rusa ha sido en gran medida incapaz de liberarse de la idea de la gran potencia y de las falsas ilusiones imperiales... ha adoptado de los comunistas la fraudulenta y fingida noción del patriotismo soviético». Como toda observación profética, era una perspicaz lectura del presente, no de del futuro. La invasión rusa de Georgia es una poderosa confirmación de las palabras de Solzhenitsyn. Uno puede, por cierto, revertir el argumento de Solzhenitsyn: el imperialismo soviético fue una continuación, no un antecedente, del nacionalismo ruso. Vladimir Putin y su pelele, el presidente Dimitri Medvedev, han revivido la tradición expansionista que se remonta a la época de Ivan el Terrible. La actual invasión de Georgia se hace eco de la anexión rusa de ese país en 1801 y de la de 1921, cuando los soviéticos aplastaron la breve independencia del país caucásico.
Esta invasión tiene poco que ver con la protección de los osetianos del sur, que hace pocos años luchaban a favor de la independencia con respecto tanto a Georgia como a Rusia. Y tiene poco que ver con el obvio error de cálculo del presidente georgiano Saakashvili al responder a la última provocación de Ossetia del Sur tratando de reafirmar el control militar de aquella región. Rusia planeaba esto desde hace algún tiempo, como lo probó la sobrecogedora eficacia del ataque: abarcó áreas bastante más allá de Ossetia del Sur y Abkhazia, la otra región sediciosa de Georgia, e incluyó la movilización de su flota en el Mar Negro.
Sería también un grosero error pensar que el verdadero casus belli fueron las provocaciones occidentales, como el reconocimiento de la independencia de Kosovo en perjuicio de Serbia, aliado de Rusia, o el apoyo de la OTAN a favor de un sistema de defensa anti-misiles en Europa Central. Estos iniciativas, si bien imprudentes dada la psicología de los dirigentes moscovitas, no precedieron al surgimiento del nacionalismo post-soviético en Rusia. Todo lo contrario: la expansión internacional dirigida por Moscú es la continuación lógica de un régimen autoritario que Putin ha venido consolidando durante largo tiempo con ayuda de los petrodólares.
Primero, Putin se aseguró de que las débiles democráticas representativas de su país fueran reemplazadas por un gobierno autocrático. La mayoría de los pesos y contrapesos fueron neutralizados: el poder judicial, los partidos políticos, los gobiernos locales, los medios de comunicación, las empresas privadas, las regiones separatistas. Las fuerzas de seguridad, la Iglesia Ortodoxa y la industria energética se convirtieron en pilares del nuevo régimen. Las dos primeras ya formaban parte del nacionalismo ruso y por ende precisaron de muy pocas purgas. La última requirió algún esfuerzo, por lo que la compañía Yukos fue dividida y su subsidiaria petrolera engullida por el Gobierno, como lo fue Gazprom, el mayor extractor del mundo de gas natural.
Una vez que el Kremlin logró el control, era muy poco lo que podía hacerse con respecto al expansionismo ruso. Europa importa grandes cantidades de gas natural y petróleo de Rusia: la amenaza de reducir o cortar los suministros suspendiendo los envíos a través de Ucrania, importante ruta de tránsito, sirvió para chantajear a la Unión Europea. A Rusia le gustaría engullirse todo lo que se encuentra entre el Báltico y el Cáucaso (más allá de ese punto, su gran vecino sureño, Kazakstán, gobernado por un tirano ahíto de petróleo, ya es amigo de Moscú). Pero existen algunos obstáculos, incluido el hecho de que el Báltico y gran parte de los Balcanes pertenecen a la Unión Europea y la OTAN. Lo cual deja a Georgia y Ucrania, cuyas revoluciones en 2003 y 2004 fueron vistas como una poderosa afirmación de los valores occidentales en el patio trasero de Rusia, como sus objetivos más viables.
Los nacionalistas rusos, que son impetuosos pero no locos, saben perfectamente bien que Europa Central se encuentra más allá de su alcance, pero podrían socavar a esas naciones si subyugan a su vecino inmediato, Ucrania. Y Georgia les daría el control de la ruta de tránsito entre el Mar Caspio y el Mar Negro, lo que equivale a decir el Mediterráneo. Lo que hemos visto estos últimos días en Georgia es la decisión racional por parte de Rusia de llevar su nacionalismo redivivo un paso más allá. Es importante comprender esta realidad ahora que se empieza a calentar en Occidente el debate sobre si aislar, ignorar o negociar con Rusia.
En 1990, Solzhenitsyn, que fue él mismo una suerte de nacionalista ruso, escribió que «debe declararse a viva voz ... que... Transcaucasia... se separará de manera inequívoca e irreversible» de Rusia. Me pregunto que pensaría de la decisión de su amigo Putin de demostrarnos que estaba equivocado.
Álvaro Vargas Llosa
© 2008, The Washington Post Writers Group
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