El futuro de la democracia depende de China. Hasta hoy, la equivalencia entre economía de mercado, sociedad de clases medias y régimen constitucional no había fallado nunca. Al menos, eso imagina la mentalidad occidental con su historia de las ideas concebida al gusto de los comerciantes puritanos anglosajones. Libertad y propiedad nacen y viven juntas en una sociedad de individuos iguales ante la ley. Ya saben, la declaración de Filadelfia y otras similares. La prosperidad material genera una demanda de autonomía personal y de participación activa en la política. Cada uno a su manera y a su tiempo, en Occidente todos hemos llegado al mismo destino: democracia constitucional, derechos humanos, imperio de la ley. Con graves defectos y servidumbres, sin duda, pero superior en el ámbito moral a cualquier forma de tiranía, despotismo o dictadura. China y otros dragones, de aquí y allá, gozan de una sólida clase dirigente y son capaces de afrontar proyectos ambiciosos. Los Juegos de Pekín, cómo no, sirven de escaparate. El mapa del mundo se llena de grandes urbes macrocapitalistas en lugares antes insospechados: Shanghai, Astaná, Dubai, Singapur... Siempre bajo regimenes autoritarios. ¿Acaso no les importa la libertad a las nuevas clases medias?
Las noticias desde Pekín son concluyentes. El régimen ¿comunista? aplica sin complejos su querencia natural. Menos visados; fuera pancartas; «gran muralla virtual», o sea, filtros ideológicos en Internet. Censura a tope, con el apoyo de algún amable gobierno europeo. Del Tibet ya lo sabemos casi todo. Prohibida incluso la contaminación, ese invento molesto de la prensa imperialista. Peligro terrorista, luego más control policial. Vean ustedes la China que les queremos enseñar. La gran capital olímpica, con el estadio de Herzog y De Meuron y la T-3 de Foster. El skyline de Shanghai, que maravilla a los viajeros desde el viejo Bund colonial. También la presa de las Tres Gargantas o el supertren que vuela por las nubes camino de Lhasa, aunque mejor no hablar de monjes tibetanos. En los ratos libres, disfruten de la Ciudad Prohibida y sus hermosos palacios de nombre relajante: entre otros, «armonía preservada» o «pureza celestial». Ceremonia espectacular, instalaciones mágicas, un país al servicio del visitante festivo... A partir de ahí, vale más que no pregunten. Decía Hegel, tan eurocéntrico, que China no tiene historia porque la vida discurre igual desde hace milenios. No obstante, las cosas cambian en el terreno material: desde la coleta impuesta por la dinastía Qing al artilugio electrónico de última generación. Las mentes siguen acaso en estado de ingravidez. Recuerden la máxima del Tao: Wu Wei, no actuar, dejar hacer a los procesos naturales. Por cierto, ¿no es esa la esencia del liberalismo económico? Curiosa conclusión de los estudios culturales comparados.
Se ha escrito con razón que la China actual pretende combinar la tradición de Confucio, el sistema socialista y la economía de mercado. Por supuesto, la gente común no se entera de nada. La joven universitaria de Xi´an se ríe del visitante que asegura haber visto en Madrid y en Barcelona algunos guerreros originales de terracota. «Es imposible, no pueden salir nunca», aclara. Más vale suponer que no lleva razón... El régimen político es un modelo perfecto de tiranía a la vieja usanza. Se analiza cada gesto de Hu Jintao y demás jefes del partido para adivinar qué clan impondrá su ley en el futuro. Mao nos mira indiferentes desde la plaza de Tian´anmen. Por razones obvias, le importa poco un grado más de represión. La sociedad dual se deja ver por todas partes: tecnología puntera, al límite de la ciencia-ficción, comparte tiempo y espacio con los andrajos, la suciedad y la miseria. Dicen que el campo es mucho peor... Pero China es un gran país, con una espléndida cultura histórica y un patriotismo envidiable, a prueba de revoluciones y guerras civiles. No es una nación, sino un imperio, una diferencia sutil que en Europa apenas sabemos apreciar a estas alturas. Es, además, el imperio del Centro, que nos sitúa a los demás en una periferia remota. Guardan muchos ecos de viejas humillaciones. De los ingleses, cuando la guerra del opio, y de los japoneses, antes y después de Manchuria. ¿Llega la hora de la venganza?
La doctrina oficial es el «ascenso pacífico», una amable prédica buenista. A la hora de la verdad, conviene fijarse en el presupuesto de Defensa, la presencia dominante en África o los criterios inflexibles en Naciones Unidas. Pekín concibe los Juegos como una operación de imagen a gran escala. Ecos de Olimpia inmortal, frases al gusto de Coubertin, héroes mediáticos de alcance planetario. Explosión tecnológica y diseño ultramoderno. Orden y progreso. El Partido no es consciente de la influencia que ejerce una opinión pública debidamente orientada. Es lógico, porque allí no conocen tal cosa. Les sorprendió el revuelo en torno al Tibet, los incidentes con la antorcha olímpica, las tímidas amenazas de boicot. Entienden, en cambio, la lógica del capitalismo. ¿Quién se atreve a estropear un buen negocio? El tiempo les da la razón. Cuando se apagan los ecos de la protesta, llegan las luces del espectáculo. Allí estamos... y los que no están, no será por falta de ganas. Es curioso: aquello empezó con el equipo de pingpong enviado por el «realista» Henry Kissinger. Para realismo, por cierto, el de Taiwán: una sola China, lazos eternos, cercanía afectiva. Tan lejos de la Guerra Fría y tan cerca del «dragón rojo».
Gao Xingjian, el Nóbel exiliado, lo tiene muy claro: «las protestas no van a servir de nada». Las cosas de Steven Spielberg, las denuncias de esta o aquella ONG, el recuerdo de Darfour y su régimen genocida, alguna palabra fuerte de Sarkozy para consumo interno... El que quiera hacer negocios, debe guardar un silencio prudente. Aquí hay un mercado sin límites y una capacidad inversora dispuesta a controlar la deuda pública emitida por el Tesoro americano. Una mano de obra barata y sin restricciones. Un potencial inmenso para la era global. ¿Y las libertades? Vamos al fondo del asunto. La demanda es muy escasa, no nos engañemos. Domina en la naciente clase media un estado de ánimo que mezcla el escepticismo con el hedonismo. Es natural, después de Mao y su trampa gigantesca. No quieren saber nada de ideologías. Algunos dicen que el pecado de Occidente es la idolatría hacia los derechos humanos. Otros apelan al sentido común: ahora que empezamos a vivir bien... Los más reflexivos acuden al determinismo histórico: los letrados imperiales eran grandes administradores, pero pésimos comerciantes. Los que viajan por ahí fuera tienen una buena réplica: ¿tal vez son felices los pobres en su país? Las libertades individuales son un producto histórico muy definido, mezcla de Atenas, Roma y Jerusalén con una ciencia moderna que desemboca en la revolución industrial. No es fácil que arraiguen fuera de contexto. ¿Un pronóstico? Creo que China será, a medio plazo, una de tantas democracias aparentes, es decir, no constitucionales. La moda del siglo XXI son las dictaduras que ganan una falsa legitimidad en las urnas para acallar los escrúpulos del viejo mundo libre.
¿Y los Juegos? Un éxito, ya lo ven ustedes. Mientras la costurera de Gao lee a Balzac, nosotros, amigo lector, buscamos en televisión el canal que ofrece la mejor imagen. Hijos de la era global.
Benigno Pendás
Profesor de Historia de las Ideas Políticas
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