Las comparaciones, como bien enseña la sabiduría popular, son odiosas; pero resultan periodísticas y sirven para ayudarnos a entender y valorar lo que nos pasa. Ayer, mientras la televisión nos atiborraba con las imágenes emperejiladas de la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos de Pekín, me dio por imaginar que los Juegos de 1972, la vigésima edición de los de la nueva era, se celebraron en Madrid y no en Múnich. Que fue en la capital de España, y no en la ciudad bávara, donde Mark Spitz obtuvo siete medallas de oro en distintas especialidades de natación.
La inauguración de los Juegos en Madrid la presidía, naturalmente, Francisco Franco, que vestía traje civil de color oscuro. Le acompañaban en el palco presidencial del Estadio Olímpico, a su derecha, el presidente de los EE.UU., Richard Nixon, y el de la República Francesa, Georges Pompidou. El primero ya estaba tocado por el escándalo del espionaje en el hotel Watergate y el segundo, por la enfermedad que terminaría por acortar su mandato; pero ambos, atentos y solemnes, no evidenciaban flojera alguna.
A la izquierda del jefe del Estado español, el canciller alemán Willy Brand, de quien se rumoreaba que en la noche anterior había tenido un discreto encuentro con «Isidoro», el desconocido líder del ilegal partido socialista. A su lado, el primer ministro británico, Edward Hest. Junto a ellos, marcando distancia, Avery Brundage, presidente del COI, y en el fondo del palco, difuminadas, se vislumbraban otras figuras de la época. Entre ellas, el cardenal Vicente Enrique y Tarancón.
¿Qué hubiera pasado si lo imaginado más arriba hubiera sido un hecho real? Por más vueltas que le doy, y en el mejor de los casos, el mundo se hubiera ahorrado las once vidas del equipo representante de Israel que se llevó por delante el grupo terrorista Septiembre Negro. Nada más. Franco hubiera muerto en la cama tres años después y el proceso evolutivo que conocemos como Transición no hubiera cambiado en mucho. La fuerza de la Historia es endógena y son pocos, y nimios en sus efectos, los elementos externos que inciden en ella. Por otra parte, la ensoñación que me provocaban las imágenes de Pekín entra en el capítulo de los imposibles. España era un mercado de treinta y pocos millones de consumidores y en China son muchos más de mil.
El olimpismo, que suele presentarse en su supuesta grandeza, marca el mismo paso que el resto de las relaciones internacionales. El del interés. Las razones éticas que, en otro tiempo, marcaban sus rumbos están tan caducadas como el amateurismo. Lo que ayer aconteció en Pekín es un refuerzo internacional al engendro político chino, que ha creado un monstruo, imprevisible en sus efectos, con cuerpo de economía de mercado y alma de férrea dictadura comunista. La única verdad de todo ello reside en el esfuerzo de miles de deportistas que mantienen vivo lo de altius, citius, fortius.
M. Martín Ferrand
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