La identificación o confusión de la esfera del poder con el ámbito de la sociedad civil fue la muerte de la libertad, de la vida ciudadana, en la URSS. Ese fue el modelo de referencia de la izquierda mundial durante décadas. Por desgracia, esa equiparación sigue siendo el estro ideológico de la izquierda española. El principal crítico literario de esta identidad ha muerto. La desaparición de Alexander Solzhenitsin debería de ser un buen motivo para pensar su legado para la cultura universal, especialmente para la cultura democrática en tiempos de oscuridad. Hay dos críticas, dos extensas y brillantes razones de este autor que nunca tendrían que olvidarse a quienes están llamados a crear bienes en común por un lado, y a todos los que persistan por seguir viviendo en libertad.
Por un lado, nadie como este hombre, en la segunda mitad el siglo XX, ha sido capaz de enseñar que la idea de revolución es peor que una ilusión. Es una perversidad. Su venenosa raíz es la creencia en un punto de ruptura radical entre el pasado y el futuro. Existe un momento absoluto –no importa que se lo sitúe en el tiempo– en el que se libera el sentido entero de la historia. Lenin, Stalin y Hitler fueron defensores a ultranza de ese momento tan cruel tanto para el pasado como para el porvenir y, sobre todo, para quienes hallan su sentido en el presente. Aunque con fórmulas políticas diferentes, Hugo Chávez en Venezuela y Rodríguez Zapatero en España participan de esa macabra idea que ha llevado a millones de seres humanos al silencio, a perder la libertad o, sencillamente, a la muerte.
La Segunda Transición, el cambio de régimen constitucional dirigido con precisión y contundencia por el revolucionario Zapatero obedece a esa creencia profunda de una sociedad que remite todas sus actividades a un denominador común: el Partido, en este caso el PSOE, o peor, su Secretario General. El único. ¿O es que acaso alguien cree que Zapatero actúa por delegación del PSOE? Este partido desapareció hace mucho tiempo para dar lugar a un régimen Egócrata. Sí, sí, la sociedad patrocinada por los socialistas está lejos del despotismo clásico, al fin y al cabo despotismo político, y se aproxima cada vez más a la figura del "gran benefactor" social, que hace visible lo que para cada individuo es invisible.
Él es, por encima de cualquier otra consideración, el encargado de actualizar las potencias y fuerzas de la sociedad incubadas por la historia. Todos tenemos que confiar en el optimismo de Zapatero. Él sólo está acabando con ETA y los nacionalistas a fuerza de someterse a sus principios secesionistas. Él sólo nos sacará de la crisis económica. Él reúne a la patronal y los sindicatos y le concede una entrevista a la oposición, para indicarle el camino a seguir, el único camino, el suyo. El presidente Zapatero, el gran Egócrata, habla con todos y nadie le replica. Excepto unos pocos, los medios de comunicación lo siguen sin críticas mayores. Zapatero descansa en Doñana y nadie mueve una pestaña para protestar por la excarcelación de De Juana Chaos...
Vivimos, en fin, ese momento trágico que señala el fin de la distinción entre el poder político y el poder de la sociedad civil, pero nadie quiere hacerse cargo de esa cruel tragedia. En realidad nadie quiere oír hablar de la muerte de la democracia, aunque todos vamos en cortejo a enterrarla. El oficiante es Zapatero. Por supuesto, los primeros en callar son los intelectuales que se llaman a sí mismos de izquierda, absolutamente insensibles a estos argumentos. La crítica a ese tipo de "inteligencia" es la otra gran aportación del bueno de Solzhenitsin a la cultura democrática de este tiempo nublado. Un tiempo que nos sobrecoge, casi nos amordaza, cuando tememos decir lo obvio. Lo evidente. Eso que grandes hombres de nuestra época, como Solzhenitsin, denunciaron con valentía y brillantez: el intelectual llamado a sí mismo de izquierda es un fanático. Un peligro público.
He aquí un testimonio de Johnson, uno de los más finos historiadores de Occidente, que ha recogido con finura esa crítica de Solzhenitsin a la llamada "inteligencia" de izquierda: "Si la decadencia del cristianismo creó al fanático político moderno –y originó sus crímenes–, la evaporación de la fe religiosa en las personas cultas dejó en la mente de los intelectuales de Occidente un vacío que fue colmado fácilmente por la superstición secular. No existe otra explicación para la credulidad con que los científicos, acostumbrados a evaluar las pruebas, y los escritores, cuya auténtica función era estudiar y criticar a la sociedad, aceptaron por su valor aparente la más torpe explicación estalinista. Necesitaban creer, deseaban que se los engañase."
Agapito Maestre
Catedrático de Filosofía Política en la Universidad Complutense de Madrid
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