sábado, 9 de agosto de 2008

El otro despertar de China


La brillante ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos de Pekín no sólo representa la apertura de un periodo de competiciones deportivas; marca, sobre, todo la emergencia o, más exactamente, la reaparición de China en la escena internacional como gran potencia. El régimen chino ha preparado minuciosamente esta cita para mostrarse ante el mundo en la expresión de todas sus aspiraciones, con una exhibición, además, de sus más señaladas contribuciones al desarrollo de la humanidad. En cierto modo, estos Juegos son el escaparate planetario que resume más de veinte años de política de reformas, desde que Deng Xiaoping diseñó un rumbo basado en el pragmatismo desarrollista. Naturalmente, y ante esta ocasión, Occidente ha podido ver también todo lo que el régimen comunista ha intentado ocultar, muchas veces tan violentamente que se ha tratado de un estruendoso disimulo, porque, cuando uno abre las ventanas, aunque sea parcialmente, se cuelan también las miradas que no se desean. La China que hoy se muestra al mundo es, en efecto, una poderosa maquinaria económica con las cuentas bastante saneadas y capaz de asombrar con sus logros. Las infraestructuras construidas para albergar los Juegos Olímpicos son sólo la parte más vistosa de un país que crece a ritmos espeluznantes en todos los aspectos. Sin embargo, ese desarrollo vertiginoso empieza a tener puntos débiles, desde la contaminación, una amenaza gravísima para la salud de los ciudadanos, a las grandes desigualdades que está generando un modelo en el que aún no se ha pensado en la libertad y la democracia.

Por lo que se ha visto hasta ahora, incluyendo episodios como la lucha de los estudiantes en la plaza de Tiannamen, China no es un gigante con pies de barro, pero nunca desarrollará todas sus posibilidades si el régimen no deja que la sociedad participe democráticamente en la definición de su propio futuro. El mundo es perfectamente consciente de ello y, por primera vez, se ha planteado la posibilidad de boicotear diplomáticamente las ceremonias, no por gestos circunstanciales, como fue el caso de las de Moscú, derivado de la invasión soviética de Afganistán, sino como señal de protesta por la falta de libertades en el país. Teniendo en cuenta nuestra tradición y las aspiraciones olímpicas de Madrid, España ha dosificado perfectamente su representación, aunque, en este debate, el ministro de Asuntos Exteriores habría estado más acertado si hubiera medido sus comentarios sobre de la supuesta coherencia de la posición española -¿coherencia con los que alaban la dictadura?- frente a las críticas que han expresado abiertamente los representantes de las grandes naciones democráticas del mundo y que, acertadamente, también han decidido acudir a Pekín.

Una frase atribuida a Napoleón -«cuando China despierte, el mundo temblará»- fue pronunciada hace más de dos siglos y se refería, en efecto, a una eventual amenaza militar que hoy en día no parece tener sentido. A pesar de su rearme y la extensión de sus capacidades tecnológicas, no hay nada en la política china que haga pensar en una amenaza desde ese punto de vista. Sin embargo, su papel en el mundo se limita muchas veces a extender ese pragmatismo sin consideraciones morales que con tanto éxito aplica en el campo de la economía y que en muchos casos no ayuda a la resolución de graves conflictos, como el de Darfur. Su política en el Tercer Mundo, y concretamente en África, es muchas veces claramente rechazable. El verdadero despertar de China será el de su sociedad, cuando se convierta en una sociedad libre y dueña de su destino, cuando la dictadura del partido único dé paso a elecciones libres y pluripartidistas, a un sistema en el que se permita la libertad de expresión y de creación, se respete la propiedad privada y sea abolida la pena de muerte. Cuando China despierte, es decir, cuando los chinos despierten a la libertad.

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