Cuando Solzhenitsin vino a España, todavía en el franquismo aunque ya muerto Franco, dijo unas cuantas verdades comparando la dictadura española con la soviética: "Los españoles son absolutamente libres para residir en cualquier parte y de trasladarse a cualquier lugar de España. Nosotros, los soviéticos, no podemos hacerlo en nuestro país. Estamos amarrados a nuestro lugar de residencia por la propiska (registro policial). Las autoridades deciden si tengo derecho a marcharme a tal o cual población (...) Los españoles pueden salir libremente de su país para ir al extranjero (...) En nuestro país estamos como encarcelados. Paseando por Madrid y otras ciudades (...) más de una docena, he podido ver en los kioscos los principales periódicos extranjeros. ¡Me pareció increíble! Si en la Unión Soviética se vendiesen libremente periódicos extranjeros se verían inmediatamente docenas y docenas de manos tendidas y luchando por procurárselos (...) También he observado que en España uno puede utilizar libremente las fotocopiadoras (...) Ningún ciudadano de la Unión Soviética podría hacer una cosa así en nuestro país". Etcétera.
Estas declaraciones, plenamente veraces, solo podían causar, y solo causaron, una furibunda reacción en nuestra izquierda, de tendencias siempre tiránicas y violentas. La prensa y los periodistas comunistoides, ya abundantes, pusieron el grito en el cielo, cosa previsible. Lo realmente significativo es que fueron aventajados en furia por otros no comunistas, los célebres "compañeros de viaje" o "tontos útiles". El más ofensivo y gritón de ellos resultó Juan Benet, que llegaría a ser el intelectual típico de El País, con todo el sectarismo, la simpleza y el esnobismo intelectuales característicos de esa corriente. Benet, muy influyente por entonces, escribió: "Yo creo firmemente que, mientras existan personas como Alexandr Solzhenitsin, los campos de concentración subsistirán y deben subsistir. Tal vez deberían estar un poco mejor guardados, a fin de que personas como Alexandr Solzhenitsin no puedan salir de ellos."
Me escribió J. P. Quiñonero que no debiera insistir sobre estas palabras, porque Benet se arrepintió de ellas y realmente no las sentía. No sé si se arrepintió, ni, si lo hizo, por qué razón; pero la gente tipo El País ha sido siempre muy dada a recordar frases dichas en mala hora por sus adversarios, o a tergiversarlas y sacarlas de su contexto, incluso inventarlas. En las frases citadas de Benet no hay tergiversación ni manipulación alguna, y su contexto abundaba ampliamente en la misma tónica. Pero no las recuerdo por eso sino porque formaban parte de un coro de insultos canallescos ("mentiroso", "paranoico", "bandido", etc., etc.) en que aquella intelectualidad "progresista" mostraba una vez más, en plenitud, su tradicional canallería y estupidez, que diría Gregorio Marañón, su total carencia de ideas y sentimientos democráticos.
No menos significativo fue el órgano donde exponía Benet sus brillantes ideas: Cuadernos para el diálogo, una publicación cristiana, o cristiano-demócrata. Diálogo, bonita palabra, piensan los ingenuos, pero, ¿diálogo con quién? Pues con los comunistas, con los constructores del Gulag, para quienes reservaban la más tierna comprensión aquellos fariseos. Para Solzhenitsin, nada de comprensión; para él el Gulag, precisamente. Caído el muro de Berlín, los "diálogos" se han trasladado a los asesinos de la ETA. La vieja querencia, en fin.
Por eso viene bien recordar un episodio tan revelador ahora, en la muerte de Solzhenitsin, uno de los grandes testigos, víctimas y denunciadores de la barbarie totalitaria. El sistema soviético se hundió, mientras que la obra del premio Nobel ruso permanece. Y los detestables mindundis literarios e intelectuales que aquí se retrataron abucheándole en los términos más repulsivos, han pasado –salvo alguno como Cela, de quien también hablaré– a un muy merecido olvido. El gran autor ruso queda como un símbolo. También Benet, a su torpe manera.
Pío Moa
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