Empecé a perder interés en los Juegos Olímpicos cuando incluyeron deportes cuyo nombre no conocía, y lo perdí por completo al no considerar deportes a la mayoría de los nuevos incluidos. «Por este camino, pronto tendremos medallas de oro en petanca, carreras de sacos y cucaña», me dije apesadumbrado, pues, posiblemente por el amor a la Grecia clásica que sentimos los de mi edad, el Discóbolo de Mirón forma parte del universo platónico. Pero los Juegos Olímpicos se reducen para nosotros a las pruebas tradicionales: carreras, saltos, lanzamientos, lucha y poco más. Hoy, los Juegos semejan esos grandes almacenes donde hay de todo, por lo que resulta difícil encontrar lo que uno busca. Y ya, el golpe de gracia se lo dio su politización, que llevó al erróneo paralelismo entre éxitos deportivos e importancia de un país, iniciado por Hitler en los Juegos de 1936 -saliéndole rana, pues tuvo que tragarse las cuatro medallas de oro de Jesse Owens, un negro- y llevado a su cénit por el comunismo, que convirtió a los atletas en los funcionarios mimados del régimen y a los medalleros, en carteles propagandísticos del mismo. Algo que se ha comprobado era, además de falso, una estafa, pues se lograba a base de hormonas y productos químicos, que falseaban los resultados y dejaban secuelas graves en los atletas. Aunque su peor consecuencia fue que esas drogas se introdujeron en todos los deportes y va a costar sacarlas de ellos.
A estas alturas, sabemos, primero, que el ganador de una prueba no se sabrá con exactitud hasta que se conozcan los resultados de los análisis de sangre, orina y DNA de los participantes, algo bastante humillante para todos. Segundo, que la potencia de un país no se mide por las medallas que alcancen sus atletas, ya que ello nos llevaría a la aberrante conclusión de que Kenia está por encima de Suecia; Etiopía, de Noruega, y Cuba, de Suiza, lo que está a años luz de la realidad. Digo esto último como advertencia. Habrá que celebrar los éxitos de nuestros atletas en Pekín, que esperemos sean muchos. Pero sin llevar las cosas demasiado lejos; quiero decir que, por más medallas que obtengamos, la crisis económica, el desbarajuste territorial y el terrorismo de ETA continuarán exactamente lo mismo.
Ello no impide reconocer la parte positiva del evento. Del mismo modo que el Barça es algo más que un club, los Juegos Olímpicos son bastante más que un acontecimiento deportivo, para alcanzar la alta política, la economía global y los equilibrios internacionales. De entrada, muestran la capacidad de un país para organizar una multicompetición de tamañas dimensiones, algo no está al alcance de cualquiera. Barcelona ´92 fue el escaparate de la nueva España, democrática y desarrollada, logrado con la imaginación catalana y, todo hay que decirlo, el apoyo entusiasta del entero país. Pekín ´08 viene a simbolizar la incorporación de China al club de los «grandes», pese a las lagunas que todavía tiene en determinadas áreas, sobre todo de derechos civiles, aunque quiere dársele la oportunidad de corregirlos o, simplemente, se mira hacia otro lado, visto su inmenso potencial. Luego, los Juegos dan cobijo a encuentros de todo tipo, importantes en su inmensa mayoría. Las multinacionales envían a sus representantes para que compitan, no en los estadios, sino en los vestíbulos de sus hoteles, tomando contactos, estudiando el panorama y, si la ocasión se presenta, apalabrando acuerdos de los que nunca oiremos, pero cuyas consecuencias gozaremos o sufriremos en los años venideros. Por último, siempre será mejor que las naciones compitan en pistas o piscinas que en los acostumbrados campos de batalla, aunque los resultados, como queda dicho, no reflejen exactamente la realidad.
Lástima, sin embargo, que no se conserve la tradición de la «tregua olímpica», que suspendía todo enfrentamiento armado durante los juegos en la vieja Grecia. En nuestros días, seguirá habiendo muertos y heridos por bombas y disparos. Y es que, tanto como creemos, no hemos avanzado.
José María Carrascal
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