180 milicianos de Al Fatah hallan refugio en Israel. Al otro lado de la frontera, serían despedazados. Por los suyos
La foto no va a ser portada en la prensa española, eso seguro. Ni va a competir en la ternura de los televisores con aquella de la muerte en directo del niño palestino en brazos de su padre, que dio la vuelta al mundo en las pantallas y que hoy sabemos trucada. La imagen de anteayer es ésta: dos jóvenes soldados israelíes -un chico y una chica; porque el ejército en Israel no distingue- atienden con suero -aunque el subfusil sigue en bandolera- a un miliciano de Al-Fatah que parece malherido. La escena se desarrolla en el lado israelí de la frontera de Gaza. El miliciano palestino es uno de los ciento ochenta de Al Fatah a los cuales Israel ha concedido temporal asilo humanitario tras huir con armas y familia de la matanza masiva de los suyos puesta en marcha por las milicias palestinas de Hamas. La imagen es demasiado compleja para que el ojo maniqueo del espectador o del lector español pueda aceptarla. Y para que la gran prensa de este tan humanitario país nuestro juzgue rentable darle espacio relevante.
Y, sin embargo, no es nueva esa imagen. Y, sin embargo, dice más, incomparablemente más, que toda la melaza lacrimosa que se ha ido arrojando a los ojos, día a día, de los poco prevenidos espectadores españoles. No es nueva, desde luego. Baste con contrastarla con las crueles fotografías del cruce del río Jordán en el septiembre negro de 1970. Cuando las fuerzas de Arafat, que huían del fusilamiento in situ a manos de los beduinos del autócrata jordano tras su derrota, entregaban masivamente armas y municiones al ejército judío, para salvar, al menos, sus cabezas y recibir un convencional -¡y cuán envidiable en sus circunstancias!- trato de prisioneros. Y nos dice más, infinitamente más, que ese pringoso sentimentalismo fraudulento, que anega en su avalancha de buenos sentimientos la primordial judeofobia que lo guía. Porque nos pone frente a la más amarga verdad hoy del Cercano Oriente: la tragedia de un pueblo palestino, empeñado, hace ya más de medio siglo, en exterminarse a sí mismo a través de feroces matanzas entre clanes, familias, sectas, bandas de gángsteres con distinto nombre.
La desgarrada boutade, de uso común en esa tierra que se desangra, habla de un éxito local sin precedentes: el palestino es el único pueblo que ha conseguido no tener nación pero sí dos Estados. Y dos gobiernos. Y dos ejércitos que no juzgan posible ya otra salida que no sea el exterminio total del otro y de todos cuantos con él se relacionan. Mazen y la OLP reinan en Cisjordania, donde imponen su férrea dictadura. Hanniya y Hamas han construido ya en Gaza un poder islamista que aplica sin vacilaciones la sharía sobre los descreídos hermanos de la OLP. No hay distinción política ni moral mayor entre ambos bandoleros. Cada uno califica de corrupto al otro. Y ambos se embolsan, como antes se embolsara Arafat, el inmenso flujo de dinero que viene de las ayudas internacionales. La mísera población, como siempre, sufre y aguanta. Y sigue convencida de que en esta historia no hubo nunca más demonio que Israel. Igual que la aplastante mayoría de la prensa española.
La foto no va a ser portada en la prensa española, eso seguro. Ni va a competir en la ternura de los televisores con aquella de la muerte en directo del niño palestino en brazos de su padre, que dio la vuelta al mundo en las pantallas y que hoy sabemos trucada. La imagen de anteayer es ésta: dos jóvenes soldados israelíes -un chico y una chica; porque el ejército en Israel no distingue- atienden con suero -aunque el subfusil sigue en bandolera- a un miliciano de Al-Fatah que parece malherido. La escena se desarrolla en el lado israelí de la frontera de Gaza. El miliciano palestino es uno de los ciento ochenta de Al Fatah a los cuales Israel ha concedido temporal asilo humanitario tras huir con armas y familia de la matanza masiva de los suyos puesta en marcha por las milicias palestinas de Hamas. La imagen es demasiado compleja para que el ojo maniqueo del espectador o del lector español pueda aceptarla. Y para que la gran prensa de este tan humanitario país nuestro juzgue rentable darle espacio relevante.
Y, sin embargo, no es nueva esa imagen. Y, sin embargo, dice más, incomparablemente más, que toda la melaza lacrimosa que se ha ido arrojando a los ojos, día a día, de los poco prevenidos espectadores españoles. No es nueva, desde luego. Baste con contrastarla con las crueles fotografías del cruce del río Jordán en el septiembre negro de 1970. Cuando las fuerzas de Arafat, que huían del fusilamiento in situ a manos de los beduinos del autócrata jordano tras su derrota, entregaban masivamente armas y municiones al ejército judío, para salvar, al menos, sus cabezas y recibir un convencional -¡y cuán envidiable en sus circunstancias!- trato de prisioneros. Y nos dice más, infinitamente más, que ese pringoso sentimentalismo fraudulento, que anega en su avalancha de buenos sentimientos la primordial judeofobia que lo guía. Porque nos pone frente a la más amarga verdad hoy del Cercano Oriente: la tragedia de un pueblo palestino, empeñado, hace ya más de medio siglo, en exterminarse a sí mismo a través de feroces matanzas entre clanes, familias, sectas, bandas de gángsteres con distinto nombre.
La desgarrada boutade, de uso común en esa tierra que se desangra, habla de un éxito local sin precedentes: el palestino es el único pueblo que ha conseguido no tener nación pero sí dos Estados. Y dos gobiernos. Y dos ejércitos que no juzgan posible ya otra salida que no sea el exterminio total del otro y de todos cuantos con él se relacionan. Mazen y la OLP reinan en Cisjordania, donde imponen su férrea dictadura. Hanniya y Hamas han construido ya en Gaza un poder islamista que aplica sin vacilaciones la sharía sobre los descreídos hermanos de la OLP. No hay distinción política ni moral mayor entre ambos bandoleros. Cada uno califica de corrupto al otro. Y ambos se embolsan, como antes se embolsara Arafat, el inmenso flujo de dinero que viene de las ayudas internacionales. La mísera población, como siempre, sufre y aguanta. Y sigue convencida de que en esta historia no hubo nunca más demonio que Israel. Igual que la aplastante mayoría de la prensa española.
Gabriel Albiac
www.larazon.es
Nenhum comentário:
Postar um comentário