terça-feira, 5 de agosto de 2008

La pena perpetua

No hay de qué preocuparse: algunos asesinos de ETA, concretamente los de los guardias civiles de Capbreton, van a tener que enfrentarse a una petición de cadena perpetua. En Francia, claro, donde matar a un agente del orden tiene esas lamentables consecuencias penales, que ya sufre, por cierto, algún otro etarra por tirotear a un gendarme. Pero como todo el mundo sabe, Francia no es un Estado de Derecho en el que se respeten las garantías judiciales ni se practique el principio de reinserción, sino un atávico sistema inspirado en la Revolución de 1789, que como también es sabido, constituyó un notable retroceso democrático en el orden histórico.

En España, como sí somos una democracia realmente avanzada, los asesinos en serie salen a la calle a los pocos años y sin arrepentirse, para convivir en paz y libertad con sus víctimas y repararles los cristales en el piso de abajo, y no hay manera de introducir la cadena perpetua revisable en una Constitución sin posibilidad de enmienda, que por cierto es otro sistema de evolución jurídica propio de naciones políticamente infradesarrolladas como Estados Unidos. En el colmo de la osadía autoritaria, el Gobierno de Aznar decidió alargar hasta cuarenta años de íntegro cumplimiento las penas por terrorismo, novedad que alcanzará por primera vez a los autores del atentado de Barajas, en diciembre de 2006. Todos los demás terroristas que cometieron sus crímenes antes de la citada reforma irán saliendo de presidio en buena edad para reírse de los deudos de sus víctimas, incluso aquellos a los que se ha aplicado la ingeniería jurídica llamada «doctrina Parot» para evitar una excarcelación demasiado escandalosa. Somos un país estupendo, de gentes y leyes alegres y confiadas, bonancibles y optimistas. La sal de la tierra.

En este contexto tan radiante no se ha ponderado lo suficiente la templanza de las víctimas, que con su generosidad moral han evitado que el drama terrorista se convirtiese en un conflicto civil a la irlandesa, ni la grandeza de una sociedad que ha sido capaz de depurar no ya cualquier sentimiento de venganza sino incluso un siniestro episodio de terrorismo de Estado. Antes al contrario, los familiares de los asesinados, únicos condenados aquí a la pena perpetua del desconsuelo, parecen constituir para algunos un grupo histérico propenso a la queja y al agravio, hipersensible ante el avance democrático que supone la pronta puesta en libertad de los asesinos de sus parientes.

En Italia, donde vive, los amigos de Teresa Jiménez Becerril, la hermana del asesinado Alberto, suelen preguntarle con asombro si su familia «no hizo nada», lo que ya se sabe qué quiere decir en boca de un italiano. Y no, ni nadie ha hecho nada ni nadie tiene intención de hacerlo ni nadie permitiría que nadie lo hiciera. Gracias a Dios. Pero precisamente por eso, por esa superioridad ética y ese sufrimiento silencioso, sería conveniente que nuestros legisladores tuviesen en cuenta la necesidad de que las penas de crímenes execrables estuviesen a la altura del daño causado. Para que, además de la tranquilidad moral de «no haber hecho nada», las víctimas no se queden al menos con la sensación de que les toca hacer el primo.

Ignacio Camacho
www.abc.es

Um comentário:

Anônimo disse...

Está siendo sarcástico, no?

 
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