terça-feira, 5 de agosto de 2008

Solzhenitsin y nosotros

No es España por supuesto el único país en el que se ha insultado, difamado y e injuriado al ahora fallecido Alexander Solzhenitsin, uno de los máximos hombres de letras del siglo XX, sin duda el escritor ruso más importante desde Toltsoi y Dostoievski y uno de los ejemplos más preclaros de la capacidad del ser humano de convertir su espíritu, llámenlo alma, en fuerza inquebrantable.

Hace tiempo ya que callaron para siempre los que desde el poder soviético le llamaron «traidor y loco» antes de que fuera privado de su ciudadanía y expulsado a Occidente.

Para el pueblo ruso es un clásico desde mucho antes, desde que la efímera apertura bajo Jurschov, después del XX Congreso del PCUS, permitió que se publicara «Un día en la vida de Iván Denisovich», el relato de una jornada en un campo de trabajo soviético que cambió para siempre la percepción de los rusos del régimen comunista. En Occidente, también entre los disidentes soviéticos, se le consideró un excéntrico, un ultranacionalista, un religioso radical.

Aunque como le decía a la escritora norteamericana Susan Sontag el poeta ruso Joseph Brodsky, como Solzhenitsin, Premio Nobel de Literatura y exiliado en EE.UU., «nos podemos reír mucho de Solzhenitsin, pero todo lo que ha dicho siempre es verdad». Henry Kissinger, como secretario de Estado, desaconsejó al presidente Gerald Ford recibir a Solzhenitsin «porque el encuentro podría ser malinterpretado no sólo en la cúpula soviética».

Aunque recién salido del «Archipiélago Gulag» que después describiría en su inmensa obra sobre el exterminio de millones de seres humanos en aquella geografía paralela de los campos de prisioneros soviéticos, Solzhenitsin ya había atacado como «cobardía» la retirada norteamericana de Vietnam y criticado fenómenos de la vida de las democracias y el capitalismo como la rapacidad, el populismo, la falta de respeto a la persona, a su dignidad e intimidad, el desmoronamiento ético y cultural o el desprecio al hecho religioso.

Así se ganó a pulso Solzhenitsin las descalificaciones como «ultraderechista» con su demoledora denuncia de la brutal miseria del régimen comunista -que ya sólo gozaba de prestigio en ciertos sectores de un Occidente que no lo padecía- y su falta total de entusiasmo por las democracias, tantas veces cobardes y siempre autocomplacientes.

En España fue peor porque, cuando muy superficialmente se comenzó a conocer aquí su obra, la hegemonía cultural y mediática de la izquierda ya se había instalado firmemente con esa zafia y mentirosa administración de verdades que condena la duda y la discrepancia, heredada del franquismo y del antifranquismo totalitario. El trato a Solzhenitsin, con tan pocas voces capaces de defenderlo, no ya el incuestionable monumento literario de su obra -que perdurara cuando sus críticos más célebres no aparezcan ni en el «Google»- sino su incorruptible voluntad de verdad, de honestidad intelectual, demuestra que nuestras miserias actuales vienen de lejos.

Hoy la mentira y la perversión de la palabra son ya el principal instrumento de Gobierno. Su efectividad está fuera de duda. Los ciudadanos -la casi inexistente protesta contra la liberación de De Juana Chaos lo demuestra- son en su inmensa mayoría insensibles a lo que no sea su nómina o la subvención cuando aquella no exista.

Y los discrepantes son vapuleados con insultos, descalificaciones y con la vil caricaturización y manipulación de sus denuncias y demandas. Así, los cancerberos de este patio de monipodio mentiroso acaban de sentenciar que quienes piden medidas para impedir la humillación de las víctimas de De Juana Chaos exigen «la ley del ojo por ojo».

Dicha barbaridad no tendrá respuesta. La sociedad ha cerrado por vacaciones. O por bancarrota. Desde luego por quiebra moral.

Hermann Tertsch

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