Lo recuerdo como si hubiera sido ayer. A trompicones, entre brumas, pero con esperanza, en apenas unos meses, Arias Navarro fue sustituido por Adolfo Suárez y nos encaminamos –esta vez sí– hacia una monarquía parlamentaria de carácter democrático. A esas alturas, todos –salvo los irreductibles– estábamos de acuerdo en España en que para vivir el futuro era necesario hacer borrón y cuenta nueva con el pasado. En casa, donde mi abuela materna tenía a un hermano del PCE, que se había entrenado como aviador en la URSS y luego había pasado varios años en la cárcel sin más delito que el de su militancia, no recuerdo que nadie anduviera soñando con reivindicaciones a lo Garzón. Incluso mi padre –al que habían expulsado de unas oposiciones por sostener que el régimen de Franco era una dictadura y no una regencia– se dedicaba a tranquilizar a un vecino guardia civil que se temía vaya usted a saber qué represalias. Mi abuelo paterno –del que luego sabríamos que había sido visitado por gente del PSOE auténtico, no el de Felipe, para ir en las listas del Congreso– sólo lamentaba que hubiera que aguantar otra vez a un Borbón, pero hasta lo daba por bueno si, finalmente, se podía hablar con libertad. Quizá por eso nos parecía conmovedor que, a inicios de octubre de 1977, Santiago Carrillo afirmara en un mitin que los comunistas querían «hacer cruz y raya sobre la guerra civil de una vez para siempre» porque había que «superar definitivamente la división de los ciudadanos españoles en vencedores y vencidos de la guerra civil» o que Marcelino Camacho afirmara:
«La amnistía es una política nacional y democrática, la única consecuente que puede cerrar ese pasado de guerras civiles y cruzadas. Nosotros, precisamente, los comunistas que tantas heridas tenemos, que tanto hemos sufrido, hemos enterrado nuestros muertos y nuestros rencores. Pedimos amnistía para todos, sin exclusión del lugar en que hubiera estado nadie. Yo creo que esta propuesta nuestra será, sin duda, para mí el mejor recuerdo que guardaré toda mi vida de este Parlamento». Al fin y a la postre, la ley de amnistía de octubre de 1977 fue un texto legal que concedía una amnistía completa y absoluta para todos los delitos de tinte político cometidos no sólo en el curso de la guerra civil y del régimen de Franco sino también hasta el 15 de diciembre de 1976. Pretendía integrar en la vida política no sólo a los contendientes de la guerra civil sino también a los terroristas y, posiblemente por esa voluntad, obtuvo un apoyo mayoritario en el Congreso consistente en 296 votos a favor, 2 en contra, 18 abstenciones y 1 voto nulo.
Creía yo entonces –creíamos todos, ¿o no?– que por una vez en nuestra Historia avanzaríamos todos juntos sin rencores. Ahora, los partidos de izquierdas y nacionalistas han decidido desandar lo avanzado en la Transición y buscar su legitimidad actual no en lo que no son capaces de hacer sino en un pasado muy distinto de cómo lo pintan. En el siglo pasado, destruyeron la monarquía parlamentaria y aniquilaron la Segunda República. Ahora, da la sensación de que aspiran a arrasar la obra de la Transición y sumirnos en un nuevo enfrentamiento civil del que logren, esta vez, emerger como vencedores. Han pasado poco más de tres décadas de esa ley y parece que han transcurrido siglos, sólo que nuestro reloj no ha avanzado sino que retrocede estúpidamente hacia tiempos peores.
César Vidal
www.larazon.es
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