En el año 1942, Josep Pla publicó en Ediciones Destino «Humor honesto y vago», uno de sus grandes libros. Grandes y amargos, cabría añadir, puesto que en él se encuentran, alternando con pinceladas de ese humor liviano a que alude el título, algunas de las reflexiones más juiciosas -y a menudo más desoladas- que jamás se hayan escrito sobre la condición humana. Allí está, por ejemplo, la ya conocida teoría planiana de la propina, la que sostiene que «el hombre que consciente o inconscientemente suponga o crea que éste es el mejor de los mundos posibles vivirá rabioso y frenético», mientras que el que «parta de la idea que esto es un valle de lágrimas corregido por un sistema de propinas, vivirá resignado y tranquilo». Y allí están, también, otros muchos fragmentos de un tenor parecido que convierten a «Humor honesto y vago» en uno de los mejores compendios del pensamiento de su autor.
Por lo demás, el libro contó, como tantas obras de Pla, con una segunda vida. En 1973, los artículos que lo integran fueron recogidos, junto a otras piezas periodísticas, en uno de los volúmenes de la «Obra completa» del escritor, lo que significa que fueron traducidos al catalán y, las más de las veces, modificados y ampliados. Para entendernos: dejaron de ser los mismos textos. La escritura, quiérase o no, siempre tiene fecha. Y condiciones. Todo retoque a que se la someta, por muy lícito que sea viniendo del propio autor, no puede sino conducir a un texto nuevo, a un texto distinto.
Como distinta será también la lectura que se haga hoy en día de esos artículos con respecto a la que se hizo en 1942. En este sentido, si bien es posible que sigamos estando en un valle de lágrimas, no lo es menos que este valle nuestro resulta bastante más confortable que el de comienzos de los años cuarenta. Ahora, que se sepa -y por más que algunos se empecinen en negarlo-, ni salimos de una guerra civil ni vivimos temerosos del desenlace de un conflicto mundial. Y, por si no bastara con lo anterior, nuestro sistema de propinas no tiene punto de comparación, a Dios gracias, con el de hace casi siete décadas. Todo lo cual no impide, por supuesto, que esos artículos de «Humor honesto y vago», leídos hoy, puedan procurar a quien se acerque a ellos libre de prejuicios fructíferas enseñanzas. Y no únicamente sobre el pasado.
Sirva, como muestra, el titulado «Por qué soy conservador» y, en concreto, el siguiente párrafo: «El elemento vital de la cultura es la memoria, sobre todo la memoria histórica. El hombre natural, no tiene memoria; vive ante la naturaleza en una posición pasiva. El hombre civilizado aspira a tenerla. Vivir con la memoria avivada en un grado más o menos lúcido, preciso, implica un esfuerzo gigantesco. La memoria es dolorosa, triste, amarga. Los muertos, nuestros muertos, el pasado, la experiencia transmitida, los testimonios de otras vidas, sus afanes, gloria y miserias... Mantener la memoria de estas cosas es la cultura. Del recuerdo arrancará siempre lo que el hombre haga de positivo».
Ignoro si estamos ante el primer rastro en español del ensamblaje entre el adjetivo «histórico» y el sustantivo «memoria», pero de lo que sí estoy absolutamente seguro es de que el ensamblaje, aquí, da pie a un concepto pertinente, no contradictorio -o sea, completamente distinto al actual-. Para Pla, la cultura no es otra cosa que la lucha del hombre contra la naturaleza. Se trata, pues, de un principio activo. Y en ese proceso de afirmación, de civilización, la memoria juega un papel fundamental. Sin memoria, sostiene Pla, no hay cultura. De ahí que la memoria histórica, entendida como la acumulación y la transmisión a lo largo de la historia de cuanto ha sido capaz el hombre de crear -esos muertos, esos testimonios, esa experiencia, esos afanes, esas glorias y, ¡ay!, esas miserias-, deba ser preservada o, lo que es lo mismo, permanentemente avivada; de lo contrario, no hay cultura ni civilización posibles. Y de ahí también que el máximo enemigo del hombre en esa empresa en la que le va la vida -cuando menos, la de hombre civilizado- sea el olvido. Pero también la erosión, la parcelación, el sesgo, o la pura y simple destrucción.
Por descontado, no ha sido este el objetivo perseguido, en este mismo terreno, por los últimos gobiernos socialistas. Aunque los partidarios de la llamada «ley de la memoria histórica» -que no son sólo los socialistas, recordémoslo, sino la izquierda toda- hayan proclamado con insistencia la necesidad de avivar el recuerdo, lo suyo nada tiene que ver con lo propugnado por Pla hace casi setenta años. En el supuesto de que haya habido en ellos alguna voluntad de «mantener la memoria», esto es, de transmitir a las generaciones venideras toda esa experiencia acumulada, la perspectiva con que han acometido la empresa no ha sido nunca global, totalizadora. Dicho de otro modo: su visión se ha caracterizado desde el primer momento por una manifiesta parcialidad, cuando no por una intención aviesa. Basta con leer detenidamente la ley que hace al caso y, en particular, su exposición de motivos -donde, a pesar del enmascaramiento retórico, ese enfoque resulta palmario- para convencerse de ello. Y basta con comprobar, claro, lo que su aplicación, tras más de dos años de vigencia, está dando de sí.
Por ejemplo, en lo concerniente a la retirada de los símbolos del régimen anterior. Dejemos a un lado, si les parece, los dislates cometidos en tantas ciudades y pueblos de España por unos gobernantes que suman a un sectarismo ingente una profunda incultura, y cuya máxima expresión sea tal vez ese escudo de los Reyes Católicos de una plaza de Cáceres confundido con un emblema franquista y extirpado del espacio público. No, el problema no es ese. El problema es qué necesidad existe de retirar un escudo o una placa, o de cambiar el nombre de una calle, por la simple razón de que se refiere a la dictadura. Cualquiera que haya paseado por Roma o por cualquier otra ciudad italiana habrá encontrado, aquí y allá, símbolos alusivos a Mussolini y al régimen fascista. Los hay a espuertas y nadie se rasga, por ello, las vestiduras. Será que Italia, al contrario que España, es un país culto, donde la historia pesa y la memoria, con independencia de lo evocado, se conserva.
Aunque nada como la actuación del juez Baltasar Garzón para calibrar los efectos de esa visión fragmentada de la memoria. Y es que, si el magistrado se halla en estos momentos expuesto a un proceso judicial que puede comportarle una inhabilitación de veinte años, ello se debe en gran medida a su obsesión por ignorar una parte de la historia, por actuar, en definitiva, como si no hubiera habido en España una Ley de Amnistía que puso fin en su día a más de cuatro décadas de enfrentamiento civil. O, si lo prefieren, por no haber entendido -o no haber querido entender- que una de las grandes conquistas de la democracia fue la asunción conjunta, sin velos ni retoques, de ese pasado; la consideración de que en adelante todos debíamos acarrear lo bueno y lo malo de nuestra historia común, y el convencimiento, en fin, de que ese esfuerzo, por más titánico e insólito que resultara, merecía realmente la pena.
Xavier Pericay
www.abc.es
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