Antes que el respeto al Tribunal Constitucional, exigido por doña María Emilia Casas, está el respeto a la Constitución. Y, antes que ambos, está el respeto a la lógica. Sin la cual, un humano no es mucho más que una bestia. Con frecuencia, menos.
El Título Preliminar de la Constitución española del año 1978 (artículo 1.2) pone su sujeto constituyente en el pueblo español: «La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado». El Preámbulo del recurrido Estatuto de Autonomía de Cataluña del año 2006, lo fija en la nación catalana: «El Parlamento de Cataluña, recogiendo el sentimiento y la voluntad de la ciudadanía de Cataluña, ha definido de forma ampliamente mayoritaria a Cataluña como nación». La Constitución de 1978 y el Estatuto de 2006 son incompatibles. En la literalidad del sujeto sobre cuya identidad se constituyen. Las normas prolijas, a través de las cuales el articulado de ambas Cartas Magnas codifique esa incompatibilidad fundacional, son irrelevantes para la fundación misma. A un Tribunal Constitucional debiera haber atañido tan sólo la constatación básica: dos sujetos constituyentes definen -desde que Siey_s, en 1789, fija el léxico- dos Constituciones. Dos naciones, por tanto. Sólo queda poner ante el Estado la seca alternativa lógica: o nulidad de un texto ante el de rango superior, o inicio de los trámites que regulen la mutua independencia de las naciones que ambos textos definen.
Nada ganamos con hacer de esa disyunción un drama. Cualquiera de ambas opciones es viable. Legalmente viable. Como lo es el tránsito, no necesariamente golpista, de una a otra.
La anticonstitucionalidad del Estatuto es un dato. De hecho. Que no requiere, para ser constatado, condición de jurista (por cierto, no exigida para ser miembro del Constitucional, que, como todo el mundo sabe, nada tiene que ver con poder judicial alguno). Sólo saber leer: algo menos frecuente que poseer un título de licenciado en Derecho. A y no-A se excluyen: así de duras son las cosas del lenguaje; y de la lógica; desde Parménides. Dos sujetos constituyentes no pueden coexistir en una sola nación. La nulidad de un Estatuto redactado en contradicción con una norma más alta es, en automatismo lógico, inevitable. Que lo sea en automatismo político es ya otra cosa: tal, la tragedia de una España en la cual política y lógica van cada una por su lado, y en la cual la primera dispone de todas las potestades para aniquilar a la segunda.
Pero el tránsito legal es posible. Siempre lo es, en un texto constitucional que merezca tal nombre, el fin de una nación y el paso a otra. En la Constitución española de 1978, está con claridad codificado, mediante la aplicación del artículo 168: «1. Cuando se propusiere la revisión total de la Constitución o una parcial que afecte al Título preliminar, al capítulo II, Sección primera del Título I, o al Título II, se procederá a la aprobación del principio por mayoría de dos tercios de cada Cámara, y a la disolución inmediata de las Cortes. 2. Las Cámaras elegidas deberán ratificar la decisión y proceder al estudio del nuevo texto constitucional, que deberá ser aprobado por mayoría de dos tercios de ambas Cámaras. 3. Aprobada la reforma por las Cortes Generales, será sometida a referéndum para su ratificación».
Al final de ese proceso, la independencia catalana puede consumarse en la más exquisita legalidad. Y se acabó. Puede no ser agradable; tampoco es que lo sea mucho esto de ahora. Pero nada tiene de hecatombe. Violar la Constitución para alzar la ficción de un Estado con dos Constituciones, sí lo es.
Gabriel Albiac
www.abc.es
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