En torno a los grandes nombres suelen florecer las leyendas. A Walt Disney (1901-1966) se le acusó de practicar la magia y el ocultismo, y tras su muerte se difundió la idea peregrina de que su cuerpo había sido congelado y se custodiaba oculto a la espera de tiempos mejores. Una biografía oportunista intentó enlodar su figura hablando de avaricia, alcoholismo y problemas matrimoniales.
En realidad Disney, bautizado en una iglesia congregacionalista de Chicago, fue una persona cristiana y conservadora. Vivió sus convicciones con discreción pero sinceramente, y cuando en 1963 Roland Gammon pidió a personajes célebres un escrito sobre la oración para un libro que se tituló Faith is a Star, Walt aportó un texto significativo.
Voto republicano
Confesó que había mantenido toda su vida el hábito de rezar, no tanto para pedir favores o aliviar la conciencia como para “suplicar fortaleza y guía” y como “una reverente alabanza a Dios”. Y reivindicó que “la inquietud religiosa por la forma y el contenido de sus películas” había estado presente desde sus inicios en Kansas en los años veinte.
Votó republicano y no dudó en declarar ante el Comité de Actividades Antiamericanas la militancia comunista de quienes en 1941 boicotearon su empresa con una dura huelga. La izquierda le puso entonces en el punto de mira y trasladó esa fobia a sus trabajos, denunciando su “sentimentalismo” y “colonialismo”. No se metió nunca en política, pero sí colaboró durante la Segunda Guerra Mundial con cortos para elevar el espíritu de la retaguardia.
“Aspiraba no solamente a crear grandes espectáculos de entretenimiento, sino a mantener la fibra moral del país”, señala Fernando Alonso Barahona, crítico de cine de El Semanal Digital y autor de diversas biografías sobre el Hollywood clásico: “Sus ideas pueden rastrearse en buena parte de su obra y se identifican con los valores del ‘american way of life’, en los que creía firmemente”.
Entre el gran éxito de Blancanieves y los siete enanitos en 1937 y El libro de la selva, durante cuya producción murió Disney, transcurren treinta años en los que la infancia de medio mundo se formó bajo la influencia de títulos como Bambi, La Cenicienta o Merlín el Encantador, por citar sólo los más evocadores dentro de una lista amplia y genial que no abarca sólo dibujos animados.
Plasmaban un estilo propio. La fe, la esperanza, el amor, el valor, la honradez o el espíritu de sacrificio se presentaban a través de historias y lenguaje infantiles con tanta nitidez como en el resto de la cartelera para el público adulto: Las campanas de Santa María, La diligencia, Río Bravo, Murieron con las botas puestas…
En algún momento esa línea se torció, aunque no del todo. La inocente religiosidad de Blancanieves, haciendo de rodillas junto a la cama su oración nocturna (”para que Gruñón me quiera”), dirigida aún a un Dios trascendente, se transforma en Pocahontas (1998) en un ecologista culto a la naturaleza. Y la natural convicción en la superioridad de la civilización occidental que se expresa sin ambages -aunque sin ofender a nadie- en diversas escenas de Peter Pan (1953) contrasta con el peaje multicultural patente incluso en Atlantis (2003).
Es la fatal herencia del sesentayochismo, aunque la Factoría Disney mantuvo bastante pura su impronta hasta la explosión de corrección política que caracterizó la pax clintoniana.
La evolución es perceptible. Jessica Ford, de la Memorial University de Canadá, ha investigado la transformación de la figura del malvado en el cine de Disney, desde el Capitán Garfio al Jafar de Aladdin o el Síndrome de Los increíbles. La conclusión es que una atenuación de la diferencia entre el bien y el mal -ahí asoma el relativismo- ha suavizado los perfiles inconfundibles que presentaban, por ejemplo, la reina y madrastra de Blancanieves o la perversa Cruella de Vil de 101 dálmatas.
Carmelo López Arias
http://www.albadigital.es
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