quinta-feira, 22 de abril de 2010

Legitimidad carismática

El triunfo del bolchevismo en Rusia a partir de 1917 significó un golpe de consideración para la visión democrática de la legitimidad política. A juicio de Lenin, los bolcheviques contaban con una legitimidad que arrancaba de ser los verdaderos intérpretes del camino que seguiría el proletariado para implantar su dictadura y caminar hacia el socialismo. La ley, por lo tanto, era un estorbo si se cruzaba con esa senda gloriosa y los que ganaban las elecciones –por ejemplo, formando la Asamblea constituyente– estaban desprovistos de legitimidad porque no representaban, supuestamente, al proletariado sino a otros segmentos sociales dignos de exterminio.

Lenin hizo fortuna con sus planteamientos en lugares como la España del Frente Popular, la China de Mao o la Cuba de Castro, pero también provocó reacciones que, negando el principio democrático como él, propugnaron otra forma de legitimidad. Fue el caso de los teóricos del fascismo italiano y, especialmente, del nacional-socialismo alemán. Las urnas podían servir –de hecho, sirvieron a Mussolini y a Hitler– para llegar al poder, pero, una vez en él, había que alterar el principio de legitimidad política. Éste pasaba a ser doble, es decir, nacional y carismático.

Por un lado, la legitimidad no venía del voto de los ciudadanos sino de algo telúrico y difícil de definir que, por ejemplo, los alemanes llamaban «sangre y suelo». Por otro, se subrayaba que la interpretación de lo que sentía la nación era realizada de manera adecuada sólo por aquellos que le habían devuelto su sentir nacional y, especialmente, por el dirigente, ya se le denominara Duce o Führer. Al fin y a la postre, Hitler era el que decidía quiénes eran verdaderamente alemanes y quiénes no y, sobre todo, lo que debían sentir en calidad de tales.

Para implantar esa nueva visión de la legitimidad, no era necesario cambiar el sistema político –Mussolini, por ejemplo, mantuvo la monarquía durante años– sino que bastaba con neutralizar la acción de los tribunales.

Paralizados estos, el nuevo estado nacional-socialista o fascista venía por si solo. Señalo todo esto porque en las últimas horas Artur Mas y Duran i Lleida han propugnado una serie de cambios legales –por ejemplo, que el Tribunal constitucional no pueda pronunciarse sobre los estatutos de autonomía– que rezuman una cosmovisión política propia del nacional-socialismo alemán. Dudo yo que cualquiera de ellos haya leído a Hitler o a Mussolini, pero su visión de la legitimidad es sospechosamente semejante y, por ello, antidemocrática. Ellos deciden quiénes son catalanes y quiénes, no (los del PP o Ciudadanos, por ejemplo); lo que desea el pueblo catalán aunque dos terceras partes no apoyara con sus votos el Estatuto y la manera en que deben mantenerse al margen los tribunales aniquilando así el imperio de la ley.

Semejante visión –desarrollada en la práctica por personajes como Pujol o como Arzalluz– es profundamente antidemocrática aunque haya recibido un refrendo en las urnas, por cierto, muy inferior al que tuvo Hitler en Alemania en 1933 o en Austria en 1938. Frente a ella, sólo existe un valladar que es una administración de justicia que aplique la ley por encima de consideraciones políticas.

No otro comportamiento seguiría un tribunal constitucional que aniquilara el Estatuto catalán por inconstitucional. Y es que si los tribunales se pliegan ante los que impulsan visiones alternativas de la legitimidad podemos dar por liquidada la democracia y por instaurado un régimen liberticida.

Incluso aunque, como dejó de manifiesto Mussolini, el rey continúe algún tiempo en el trono.

César Vidal

www.larazon.es

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