Una juez a la que no le ocupa la "imagen del sistema judicial" sino la "Justicia". Una trama de corrupciones políticas y empresariales asociadas a comisiones, fondos "de reptiles" y regalos a cambio de los cuales recibir prebendas políticas. Una juez obsesionada con una utopía justiciera, tan chula como los tiburones empresariales y las hienas políticas a las que sin prisa, sin pausa y sin piedad va enchironando. |
Una conspiración de intereses creados de una casta acostumbrada a opíparas comidas gratis, relojes regalados por Navidad y trajes hechos a medida que nunca pagan.
Esto no es un resumen de dos de los asuntos entrecruzados que más repercuten en los medios de comunicación y en las conversaciones de barra de bar de la piel de toro sino el guión de Borrachera de poder, la película que realizó en 2006 el cineasta francés Claude Chabrol. Apoyándose en la interpretación extraordinaria (en su caso, un pleonasmo) de Isabelle Huppert como la juez de instrucción Jeanne Charmant Killman (efectivamente, la "encantadora matahombres"), el antaño líder de la Nouvelle Vague se plantea dos problemas fundamentales de los sistemas democráticos contemporáneos, en los que los tres poderes clásicos se entretienen en relaciones asquerosamente incestuosas: ¿hasta dónde puede utilizarse el poder sin tener que enfrentarse a un poder mayor que el suyo? ¿Hasta qué punto la naturaleza humana puede resistirse al vértigo del poder?
La película es deliciosamente caústica: la juez ve un partido de futbol entre presos en la cárcel y advierte que juegan sólo doce, comenta: "Pronto lo resolveré". De un feminismo subversivo: cuando los mafiosos de la política conspiran contra ella, le ponen otra juez como ayudante porque "a las mujeres les encanta ponerse la zancadilla". Sin embargo, las dos jueces, jóvenes, guapas, sobradamente preparadas, que comen sandwiches y yogurt, destrozarán a los machotes fumapuros y escancia botellas de champagne ("les cogeremos por los huevos", se animan pornocoquetas). Y, como siempre, en Chabrol, ligeramente bolchevique: la clase baja se venga con dureza de la clase alta, a la que devuelve chulería por chulería, humillación por humillación.
Pero sutilmente Chabrol nos advierte de que el veneno del poder también se está apoderando del alma de la juez. Sus guantes fulgurantemente rojos sugieren que sus manos, como las de Lady Macbeth, están prontas a mancharse de sangre. Y sus despectivas chulerías de matón de juzgado, como no dejar a nadie fumar en el despacho aunque ella enhebra pitillo tras pitillo, nos sugieren que la sombra del poder es alargada y cubre hasta a los más benditos.
La máxima vital y cinematográfica de Chabrol se resumen en una frase de uno de los personajes masculinos positivos, su sobrino bon vivant (los otros son sus honrados, discretos y humildes guardaespaldas): "Nada es serio, todo es trágico. Lo que no impide amar la vida".
Y si esos comisionistas chulapones y vividores del erario público recuerdan al caso Gürtel, la juez obsesionada por la Justicia (insisto, con mayúscula), especie de Juana de Arco que cumple yendo mucho más allá de su deber, recuerda al fantasioso juez Baltasar Garzón (acusado por su colega el juez Varela de "imaginación creativa" y, por tanto, de prevaricación) en su creencia de encarnar la Justicia hasta el punto de permitirse el lujo de instrumentalizarla para dar lecciones:
- ¿Por qué se ensaña conmigo? -le pregunta uno de los acusados
- Para dar ejemplo de una vez por todas. Para usted no es tan terrible y será bueno para Francia.
Si Hanna Arendt nos advirtió en Eichmann en Jerusalén de que los malos no necesitan ser malvados para cometer crímenes y que las personas más normales pueden llegar a la sima de la perversión sin dejar de sentirse perfectamente justificados, sin percibir un átomo de culpabilidad, Chabrol nos revela que una bellísima persona, a la que sin embargo "le falta algo", puede convertirse en un justiciero endiosado. Aunque más que faltarle nada a Baltasar Garzón lo que le sobra es hybris, en la terminología griega, o soberbia, el pecado de Luzbel, en el imaginario cristiano. Es decir, desmesura, sobredimensionamiento del propio ego, que crece como un cáncer convirtiendo al Narciso de turno en un ser irracional y desequilibrado. A la mayor parte de la gente le costó reconocer que Eichmann no era un monstruo, un anormal, un loco sino un tipo perfectamente corriente que cometió la perversión más absoluta. En modo parecido, aunque paralelo, Garzón es seguramente una bellísima persona que ha decidido hacer el bien hasta el infinito y más allá. Es esa conjunción de "infinito y más allá" es lo que enloqueció a Garzón y le llevó a pedir el certificado de que Franco había muerto. A quien los dioses quieren destruir, lo vuelven loco.
Aunque La borrachera del poder es un buen título, la versión americana del mismo lo complementa a la perfección: La comedia del poder. Bufa y lúcida, nos ofrece una visión precisa de los despachos judiciales, de los (des)encuentros entre jueces estrellas y políticos estrellados. En palabras de Chabrol se trata de "mostrar cuáles pueden ser las repercusiones en el espíritu humano de un poder, sea el que sea, y hasta donde puede arrastrar a los individuos".
Borrachera de poder (L'ivresse de pouvoir), 2006, 110 minutos, Francia. Dirección y guión: Claude Chabrol. Fotografía: Eduardo Serra. Intérpretes: Isabelle Huppert, FranÇois Berléand, Patrick Bruel, Thomas Chabrol, Robin Renucci, Maryline Canto.
Santiago Navajas
http://findesemana.libertaddigital.com
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