quarta-feira, 21 de abril de 2010

O velo o ciudadanía

Ser esclavo voluntario es potestad del individuo libre. O que cree serlo. En una sociedad que garantiza su libre opción dentro de que la ley marca. A todos. Se requiere sólo mayoría de edad. Y no invasión del espacio público. En cuanto a la vida privada de un ciudadano adulto concierne, el Estado no se atribuye potestades.

Es el criterio que prevalece en la ley francesa que excluye el velo de los espacios públicos. Viene precedida por un largo estupor. La República fue alzando su edificio, a lo largo del siglo XIX, sobre el fundamento inviolable que el Abad de Siey_s formulara en Agosto de 1789 ante la Constituyente. «Todos los ciudadanos son iguales ante la ley». Precisamente por ser individualmente distintos. Precisamente, porque sólo ese igual tratamiento puede impedir -o acotar, al menos- la dura tentación de que los derechos de unos sean violados por los otros. Todos los ciudadanos. La mitad que componen las mujeres, hubo de perseverar duramente a lo largo de un siglo, para ser incluida en esa universal ciudadanía. Sin limitaciones. A pesar de la lucha desesperada de mujeres como Théroigne de Méricourt desde el inicio del 1789 revolucionario, sólo ya en los años de entreguerras del siglo XX esa universalidad legal fue un hecho. En Europa. En la Europa del otro lado del Atlántico que son los Estados Unidos y Canadá. En Australia. Y se acabó. Para el resto del planeta, con diversos matices, las mujeres siguen siendo animales domésticos más o menos privilegiados. Pero ninguna religión ha teorizado eso en modo más atroz que el Islam. Desde su origen.

¿Puede una mujer adulta aceptar ser sierva en una sociedad libre? ¿Puede hacerlo un varón? Sí. En pleno derecho. Baste la lectura del barón Von Sacher Masoch o la de Pauline Réage (alias de la bien poco sumisa Dominique Aury, todopoderosa secretaria de la NRF) para entenderlo. Cualquier juego pactado entre adultos es estanco a la tutela del Estado. Que una mujer (o un varón) decidan pasearse por su domicilio con una cadena al cuello, un chador, yihab o burka, una bola de presidiario y un paso por detrás del cónyuge, sólo a los afectados concierne. Nada dirá el Estado sobre eso. Si pretende perseverar en la garantía democrática.

Pero una mujer (o un varón) adultos exhibidos como animal diversamente despreciable por otro de su especie en el espacio público, perpetran un delito que la ley regula.

Pero la aplicación sobre un menor de simbologías de esclavitud, ya sea pública, ya privada, es un delito, uno de los más graves que puede cometer, a los ojos de la ley democrática, un adulto. Si el adulto es un padre, eso entraña la desposesión de su patria potestad. Inmediata.

Las adultas francesas (como los adultos franceses) podrán llevar, allá donde no afecten a la vida pública, el atuendo y actitud que buena o malamente se les antojen. No en aquellos lugares que paga el dinero ciudadano: hospitales, centros de enseñanza, administración... Tengan la edad que tengan. En cuanto a las niñas (como en cuanto a los niños), el Estado tutela que ninguna supresión -ni material ni simbólica- de su integridad ciudadana sea tocada. Por nadie. No hay padre que tenga el derecho de trocar a su hijo o hija en bestia.

No, el hiyab -como las otras variantes del velo islámico- no es ornamento ni atuendo. Es signo litúrgico. Que dice lo que dice. Lo que el Libro al cual debe fe el musulmán dicta: la propiedad sobre la hembra del varón. En suma, lo anticiudadano. Eso prohíbe la nueva ley francesa. Nadie puede, en la República, desposeer a nadie de la condición ciudadana. Ni de sus símbolos. O velo o ciudadanía. No ambos.

Gabriel Albiac

www.abc.es

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