No soy biólogo, pero alguna explicación habrá para el hecho de que la literatura occidental haya pasado de Shakespeare y Cervantes a Rowling y Muñoz Molina. «En la época en que comía pollo notaba que me crecían las tetas», nos revela Pilar Rahola en un artículo de fondo. ¿Obedecerá el «boom» de Muñoz Molina y Rowling a nuestras lecturas de Cervantes y Shakespeare? Jacinto Grau, aquel Juanito Goitysolo de una época divertidísima de las letras españolas, presumía de que, después de Esquilo... «No, no -interrumpía Grau-. Ésa es una frase canalla que me atribuyen. Afirman que yo digo: «Shakespeare, Esquilo y yo.» No; yo no he dicho eso. Lo que digo yo es: después de Shakespeare, yo. Yo espero el fallo de los siglos». Pero el fallo de los siglos ha sido que, después de Shakespeare, «naide», que dijo el Guerra (el torero, no el hermano de Juan). En cuanto a Cervantes, ya se sabe -lo dijo el indio Alberto Guillén- que nació para que el señor Rodríguez Marín lo comentase y para dar nombre a un negocio cultural regentado en Nueva York... por Muñoz Molina. «Sí, soy el que mejor comprende el «Quijote». Nadie lo comprende. Sólo yo lo comprendo. Yo, que me he dedicado toda mi vida a buscar lo que Cervantes quiso decir. Yo, que he estudiado su lenguaje, que me he metido por todos sus escondrijos y vericuetos gramaticales... Todos dicen lo que piensan del «Quijote», pero nadie dice lo que piensa Cervantes. Yo, sí...» ¿Entonces Schelling, Turgueneff, Heine, Gabriel Alomar?... «No, no, se lo repito. Todo eso no tiene ningún valor. Hay que estudiar el lenguaje de Cervantes. Saber cómo construye sus frases y por qué emplea tal palabra y no tal otra. El «Quijote» no se ha entendido. Yo lo demuestro. Los estudios filosóficos se harán cuando se le entienda...». Eso le decía a Guillén el probo Rodríguez Marín. Y Madrid es hoy la única ciudad importante de España donde expresarse en la lengua de Cervantes todavía no constituye delito político.
Ignacio Ruiz Quintano
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