Al parecer, en una modalidad más del «todo vale» que se impone vertiginosamente, Najwa Malha, la adolescente de Pozuelo que quiere ir al colegio con el pañuelo islámico, quiere ser convertida en una víctima: del sistema, de la intolerancia religiosa, de la Comunidad de Madrid y centro escolar, de la voracidad de los medios de comunicación y de una suerte de islamofobia. Sin embargo, lo único real del asunto es que ella o su familia (o ambos a la vez) pretenden que, incumpliendo las normas vigentes, se les dé, además, la razón. Un abuso y una mistificación en cuanto se mezclan en esta pretensión el derecho a los símbolos religiosos, que es un debate importante, con el mero cumplimiento de las normas, que es lo fundamental del caso de la niña de Pozuelo.
El caso es que, sin contradecir en absoluto la legalidad, el centro publico en el que cursaba estudios prohíbe cubrirse la cabeza. Hay otros centros de Madrid en los que tal prohibición no existe y quienes quieren usar en clase hiyab o visera de béisbol tienen la oportunidad de hacerlo. Pero no parece suficiente a la familia de la menor y a quienes defienden su empeño en saltarse las normas del instituto. A un lado algunas argumentaciones esperpénticas, se diría que este punto de vista se fundamenta de dos modos distintos y alternativos. Para unos, el uso de símbolos religiosos sin ningún tipo de limitación es un derecho superior a cualquier norma y estas deben ser derogadas o incumplidas sin consecuencias. Para otros, alejándose del caso concreto pero sosteniendo una tesis paradójica en el debate general, el pañuelo islámico no sería tanto una manifestación religiosa en el comportamiento público, sino un mero símbolo cultural.
La distinción entre la defensa de un Estado laico (el nuestro es, según la Constitución vigente, aconfesional, es decir, neutral) y el laicismo está, seguramente, en que este último considera que una determinada posición ante la religión, es decir, la de total desconexión, se convierte, paradójicamente, en la única «religión» del Estado hasta el punto de limitar las manifestaciones de las demás al espacio estrictamente privado. El Estado liberal toma sus decisiones, en cuanto a su organización y funcionamiento, con argumentos seculares, no puede ser de otro modo, pero esa «ciudad secular» no sería real ni razonable sin la presencia pública y libre de todas las voces, las religiosas también. Sin embargo, ni la conveniente presencia pública de las voces religiosas, ni su necesaria traducción en la política a un lenguaje secular, por aprovechar la formulación de Habermas, ni tampoco el derecho a la enseñanza de la religión elegida por los padres se oponen al establecimiento de espacios simbólicamente neutrales, como pueden ser los centros educativos públicos. Mucho menos, como es el caso, a la posibilidad de elegir, en función de la decisión de esos centros, entre posibilidades distintas. Lo que se opone al Estado liberal es la negativa a cumplir las normas bajo la disculpa de supuestos y casi siempre falsos «argumentos religiosos». La pretensión de la familia de Pozuelo y sus correligionarios no es ni religiosa ni legal. En vez de defender la presencia de la religión en la esfera pública quieren, por su particular visión integrista, de escapar por la religión del Estado de Derecho.
Un «símbolo cultural»
Para sumar confusión, hemos escuchado estos días -ministra incluida- a quienes aseguran que el velo islámico sería, más que de una religión, un símbolo cultural. Lo malo de esta argumentación simplista es su intención arbitraria porque, desde esa perspectiva, terminan siendo «culturales», merecedoras del espacio público, las religiones que se desea mientras otras, o las demás, tienen que recluirse en las catacumbas. Aquí, en España, se acaba de negar, por ejemplo, ese ambivalente y vaporoso carácter «cultural» a la presencia de crucifijos en centros públicos. Si sólo lo son los que recomienda una cierta degeneración de la prudencia, o del miedo, no hay ni Estado laico ni, en puridad, igualdad de derechos.
Germán Yanke
www.abc.es
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