Imaginemos que en Usa sale un juez chiflado y ansioso de notoriedad tratando de investigar los crímenes contra la humanidad de Roosevelt, Truman y sus gobiernos, o en Inglaterra los de Churchill y los suyos. Porque, claro, los bombardeos sobre la población civil alemana y japonesa, o las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki cumplen las especificaciones de crimen contra la humanidad y hasta de genocidio y, según diversos acuerdos internacionales, esos crímenes no prescriben. Imaginemos que ese juez chiflado aumenta la exhibición de su estupidez exigiendo las actas de defunción de los gobernantes de aquellos tiempos, para cerciorarse de lo que todo el mundo sabe: que están muertos. Bien, llegados a este punto, el juez se pondría plenamente en evidencia: los muertos no pueden defenderse y no pueden ser juzgados.
Pero, insistiría él, ¿acaso no deberían ser investigados esos crímenes? ¿Y la dignidad de las víctimas y todo eso? La respuesta es clara: una investigación judicial persigue el castigo de un crimen, y la dignidad de las víctimas ni gana ni pierde cuando los presuntos culpables no pueden defenderse ni ser castigados. La investigación de los hechos no corresponde ya a los jueces, sino a los historiadores, como debiera ser obvio para cualquier persona con algo de sentido común. Seguramente los demás jueces pararían en seco al chiflado y, si este persistiese, el Tribunal Supremo o lo que haga su papel, podrían aceptar acusaciones al juez por uso torticero de la ley y prevaricación.
No obstante, se dice que el sentido común es el menos común de los sentidos, de modo que no cuesta nada imaginar que diversas organizaciones, por ejemplo los sindicatos, algunos partidos y personajes tipo Noam Chomsky, se pusieran en pie de guerra contra quienes acusasen al juez en cuestión, afirmando que el Tribunal Supremo no puede dar curso al cargo de prevaricación, porque, si lo hace, se vuelve cómplice del crimen contra la humanidad y el genocidio. Y que, yendo más allá, lanzasen una campaña de confusión y sentimentalismo en los medios de masas, convocasen manifestaciones e insultasen gravemente al Tribunal Supremo. Indudablemente, ahí ya estarían entrando en el ataque directo al sistema democrático y a la justicia, y se crearía un conflicto de gran alcance, en el que, o se imponían las normas básicas del derecho y la democracia, o estos entrarían en una dinámica de desintegración.
No es fácil suponer que tales cosas se dieran en Usa o en Inglaterra. Pero en España sí se están produciendo. Y, lo que resulta muy significativo aunque no voy a analizarlo ahora, con el apoyo de órganos de expresión useños y británicos que seguramente no aceptarían nada semejante en sus propios países.
Decía Julio Cerón que un rasgo de la política española desde principios del siglo XIX había sido una alta dosis de delirio y extravagancia, y ciertamente de ello podían darse muchos ejemplos. El efímero Rey Amadeo huyó prácticamente del país diciendo que la política de entonces parecía "una jaula de locos", y menos mal que no tuvo ocasión de contemplar la I República. En Nueva historia de España no dejo de señalar la chifladura como una de las claves sin las cuales no se hacen inteligibles los acontecimientos, y hoy estamos inmersos de nuevo en una oleada de tales delirios. Una chifladura que llega al extremo de presentar como caídos en defensa de la democracia a los chekistas y a la amalgama de partidos stalinistas, marxistas revolucionarios, anarquistas, golpistas y racistas que componían el Frente Popular (y que se mataron abundantemente entre sí, para no desmentir el delirio). Como si en Inglaterra y Usa pintaran a los nacionalsocialistas o a los dirigentes japoneses como apóstoles de la concordia, la paz y la libertad.
He dicho que estamos en una batalla crucial que, o la ganan la justicia, la democracia y el sentido común, o la ganan sus enemigos, y volvemos a lo de siempre. Es decir, lo de siempre desde la invasión napoleónica.
Pío Moa
http://www.libertaddigital.com
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