Lo dice Larra con irónica amargura en un artículo de 1835: «Agotados los hechos, nacen las palabras». Y no deja de ser descorazonador que, más de siglo y medio después, los artículos de este dandy profundamente romántico que corregía su patriotismo con elegante afrancesamiento se conserven tan rabiosamente actuales como el día en que se escribieron. Artículos como Cuasi Pesadilla política, donde Larra parece describir la vorágine de palabras que ha convertido nuestra democracia en un país de dos caras, en una triste prolongación de las dos Españas del filósofo Ortega y Gasset. Real una, la sociedad del desencanto, carcomida por los malos espíritus de la crisis económica. Y oficial la otra, aquella que el pasado diez de abril se felicitaba por los cien días del «acontecimiento planetario» augurado por la Secretaria de Organización del PSOE, Leire Pajín: La coincidencia de las presidencias progresistas de Obama en Estados Unidos y Zapatero en la Unión Europea.
Paseándose por un Madrid enlodado y conspirador, Larra fue el primero de los españoles en denunciar las trampas de la retórica, un arma de dos filos que, en épocas de inquietud y de crisis, casi siempre termina escondiendo algo, ocultando una porción de verdad para hacer más evidente otra o para dar plena expansión y lugar a la mentira. Recuerden la Atenas de Pericles, Bizancio en tiempos de los Paleólogos, España en los años de Calderón de la Barca, el París de la Revolución de 1848 o la Italia de D´Annunzio, precursora de los días mussolinianos . Y en esto, en el abuso de la retórica, nuestro actual Gobierno, heredero del mundo que empujó al atildado y nervioso Larra al suicidio, ha recibido y acrecentado la herencia autóctona. El presidente y sus ministros son tan afectos a maquillar y acomodar lo verdadero al servicio de sus intereses que han logrado asfixiarnos en una lamentable orgía de palabras, superando el ejemplo de la Restauración canovista, un modelo de estabilidad que ocultaba las vergüenzas de un país de latifundistas y caciques con las glorias convenientemente maquilladas del imperio español.
Se dirá que la distancia entre ambas épocas es insalvable, o que las diferencias entre una y otra sociedad convierten en anacrónica cualquier comparación. Pero no es verdad. Y si lo dudan, lean a Larra. Lean sus artículos y encontrarán allí todo el repertorio de males que ofrece nuestra sociedad ensimismada. También a los personajes políticos, sus enconos y orgullos individuales, su inveterada costumbre de anteponer las conveniencias partidistas a los intereses comunes. Como ese liberal anónimo del que hablaba Larra en 1834 -digno pariente de nuestros actuales profetas del progresismo, de su vanidoso comportamiento y su intermitente cinismo- que equiparaba cualquier crítica al gobierno con falta de patriotismo:
«Y en cuanto a escribir, escribir nuestros mismos defectos para que los corrijamos es disparate, porque no por eso los hemos de corregir; debe alabarse todo lo que hagamos, siquiera para no dar que reír a nuestra costa a los carlistas; y le advierto caritativamente que si persiste en el camino de la oposición diremos que está vendido a Don Carlos, y no faltará quien lo crea, pues aquí para todo hay creyentes, y lo que aquí no se cree, ya es preciso que sea increíble.»
Sí, lean a Larra. Lean sus artículos. Descubrirán que aún vivimos en el país del Cuasi o del Vuelva usted mañana. Hoy, como en las más tristes etapas de nuestra historia contemporánea, nos falta la gran política. Hoy, como si viviéramos en otro planeta, sigue siendo norma de nuestro Gobierno la ignorancia de los grandes problemas y un régimen de secretos y de sombras inquietantes. Nada le interesa ni conmueve. Ni la dictadura cubana, que persigue a los disidentes y los sepulta en calabozos, ni la satrapía venezolana del general Chávez, que se funde con los terroristas de las FARC en una parodia de abrazo revolucionario, ni las teocracias islamistas de Oriente Medio, que explotan el victimismo frente a un Occidente culpable de todos los males y humillaciones sufridas desde las Cruzadas hasta hoy.
Salvo el problema palestino-israelí y los acontecimientos que puedan echarse en cara al adversario político -léase invasión de Irak-, puede temblar el mundo, que nuestro Gobierno cerrará los oídos a todo estruendo para que su siesta progresista no sufra interrupciones desagradables. Según algunos, la reticencia a condenar sin ambigüedades la dictadura cubana se debe a pudores izquierdistas : no querría aparecer apoyando demasiado a Estados Unidos, cuyo Congreso y Gobierno se han pronunciado en términos tajantes contra un régimen que viola sistemáticamente los más elementales derechos humanos. Sea cierto o no, de lo que no cabe la menor duda es de que Rodríguez Zapatero posa ante el mundo como un presidente al que no le importa desvestirse de los atuendos democráticos para cortejar a dictadores y demagogos tipo Chávez o Castro, repitiendo la ceguera voluntaria de los compañeros de viaje de la revolución soviética, la que ignoró el Gulag.
Así se va gobernando España. Falta la amplia y universal comprensión de los asuntos internacionales. Falta la gran política económica. Falta la iniciativa. Faltan los hechos. Y sobran las palabras: palabras del derecho, palabras del revés, palabras simples, palabras dobles, palabras sonoras, palabras vacías.
También como en los tiempos de Larra, el actual Gobierno apela a la responsabilidad moral y al patriotismo cívico para superar los escollos. Pero el patriotismo no es una profesión, es una manera de amar a la patria que consiste en no quererla injusta, y en decírselo. Y la responsabilidad moral supone sintonizar las convicciones y principios a una conducta que tiene presente las reverberaciones y efectos de lo que se dice y hace. Hay conmovedores ejemplos de patriotismo moralmente responsable, como cuando Pompeyo, para cerrar las heridas de la guerra civil, quemó las cartas de los senadores romanos que habían animado a Sertorio en su rebelión contra Sila.
Pero también hay simulacros bochornosos, donde las cosas que se dicen, o se hacen, carecen del respaldo de las convicciones, y donde la pusilanimidad se justifica en nombre del pragmatismo. Es el caso de Segismundo Moret, ministro de Ultramar en 1898, quien dijo en confianza a un amigo que la guerra con Estados Unidos sería una locura, dada la debilidad militar de España, pero que abandonar Cuba sin lucha no era una opción admisible: la guerra, según Moret, era necesaria para salvar el trono.
Decía Chateaubriand que el tiempo hace con los hombres lo que el espacio hace con los monumentos. Sólo se pueden juzgar correctamente, unos y otros, con la distancia y tomando perspectiva: «demasiado cerca, no se ven; demasiado lejos, se ven menos todavía». Pero esa apreciación es válida para los personajes que marcan una época: Churchill, De Gaulle, Kennedy, Gorbachov ... No para gran parte de los gobernantes de la actualidad, preocupados exclusivamente de las apariencias, habituados a proferir a diario una miríada de mentiras con el solo objetivo de durar en el poder o de evitarse dolores de cabeza. No para los habitantes del país de Larra.
FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR, Catedrático de Historia Contemporánea. Universidad de Deusto
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